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Jorge cruzó el Viaducto

Elena Lázaro

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Cuando empezaron las obras de demolición, Jorge salió corriendo para quedarse con un pedazo del viaducto. Quería conservar un trozo del puente que tuvo que cruzar toda su infancia para ir al colegio; coger aquel fragmento de hormigón y colocarlo en un lugar privilegiado de su habitación.

La idea, si no hubiera venido de un quinceañero, podría haber inspirado el arranque de alguna novela. Uno de esos relatos que emplean una imagen sugerente para iniciar una metáfora sobre el paso del tiempo y las barreras que vamos superando a lo largo de la vida. Un anciano en medio de unas ruinas a partir del que empezar un socorrido flashback desde el que narrar la dureza de una vida al otro lado del puente. Pero Jorge no peinaba canas, respondía al apodo de Coque y lo suyo era más mitomanía que nostalgia.

La entrada de la excavadora por el extremo norte del viaducto culminaba un proceso del que en unos meses celebraremos el 30 aniversario: el soterramiento de las vías del tren por el que aún hoy pelean ciudades como Murcia.

Era 1995 y las televisiones aún nos bombardeaban con las imágenes de los berlineses rompiendo el Muro a martillazos, llenándolo de grafittis para echarlos abajo después y llevarse a casa un trozo más naif de aquella infamia. Nosotros,  que no sabíamos un pijo  sobre Pink Floyd, le adjudicamos The Wall a los Scorpions, que eran unos tipos con melena que nunca llegarían al nivel de Europe porque nadie-nadie-nadie en el Universo mundo podría mirarnos como Joey Tempest desde el póster de la Superpop que estaba colgado en nuestro cuarto. Eso lo sabía Coque, lo sabía yo y lo sabía el resto de la pandilla. Alguna de ellas prefería al cursi Tom Cruise o al canijo Ralph Maccio, pero su criterio estaba atrofiado por litros de laca para sostener el tupé y toneladas de polvos de myrurgia. No tenían ni idea.

El caso es que si los alemanes podían montar un fiestorro como aquel a cuenta de la destrucción de una obra pública ¿quién podría negarnos corrernos una juerga similar a cuenta del viejo viaducto? Al fin y al cabo el dichoso puente nos mantuvo en el lado menos cool de la city durante esa etapa de la vida en la que mides las distancias por lo que tardas en llegar a la sesión de tarde de la disco. Y aquel dichoso puente retrasaba casi media hora nuestro aterrizaje en el centro de la ciudad. Por eso, la mitad de las veces lo pasábamos por abajo.

Atravesábamos las vías del tren esquivando mercancías y vagones atestados de soldados. El servicio militar obligatorio nos regaló alguno de los piropos más bárbaros que he escuchado en mi vida. El único problema era cuando elegíamos los tacones de plataformas para atravesar aquel laberinto de raíles y grava. Entonces, los halagos se convertían en risas por lo ridículo de nuestro caminar.

Podíamos distinguir el Talgo por el sonido. Al fin y al cabo el edificio en el que vivíamos era justo el del final de la calle, donde empezaba el terreno limitado al personal ferroviario. Dormí hasta los 17 en una habitación con vistas a las vías y oído al traqueteo y frenadas de acero. Adoro ese sonido.

El viaducto fue la barrera que nos recordaba cuál era nuestro lado del mundo: el barrio de clase media con ciertas aspiraciones. Nuestros padres lo aprendieron escuchando a los comerciales de la inmobiliaria: “a pocos minutos del centro y ya verán ustedes cuando echen abajo el puente, van a quedar más céntricos que el caballo de Las Tendillas”.

¿Y que son 20 años de espera cuando al final consigues quedarte a un paso del centro? Un instante, pura brevedad en la que se agolpan las anécdotas: un zapato lanzado accidentalmente mientras señalas con el pie el expresso a Madrid; un buen escupitajo desde las alturas al coche-cama; frío mucho frío en las tardes de invierno al regresar de las clases de inglés; un salto a tiempo desde la moto en la que tu padre te había prohibido subir justo antes de que te divisase; algún morreo de madrugada en la zona del ensanche…

El soterramiento de las vías del tren en Córdoba se llevó por delante todo un palacio imperial romano y un pedacito de nuestra infancia y adolescencia. No nos dejaron montar fiesta ni llevarnos un pedacito del Viaducto. Nosotros, que habíamos odiado aquel puente tanto como los berlineses su pared, no tuvimos concierto multitudinario ni foto para la historia.

Coque se quedó sin novela, así que, amigo, te regalo este post.

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