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La buena gente

Elena Lázaro

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El miércoles a esa incómoda hora de las cuatro de la tarde, mientras el ventilador del techo de mi habitación ya no daba más de sí, en el preciso instante en que decidí abandonar el infructuoso empeño de conciliar el sueño, en ese mismo instante, Nordin soltó una bomba. Un disparo directo a la línea de flotación de mis escasos y débiles pensamientos metafísicos. Y así llevo tres días a la deriva, tratando de elegir entre escapar a un remoto lugar perdido para dedicarme a la vida contemplativa o convertirme en una sátira entregada a los placeres mundanos sin principios ni ética vital que lo impidan.

La carga explosiva que me ha sacudido de semejante manera llegó en forma de cita en mi muro de facebook. Nordin escribió: “Creo profundamente en las buenas personas”. Toma ya. Fue leerla y temblarme las piernas. En menos de un segundo me plantee dos preguntas: ¿existen personas buenas? ¿soy yo una de ellas?

Para responder a mi primera duda acudí a la prensa. Si existen buenas personas, su presencia debería ser notoria y sus acciones deberían ocupar las portadas de los periódicos, así que abrí el diario –lo siento, pero para algunas cosas sigo poco digitalizada- y empecé a hojear titulares. Encontré personas que liquidan a otras sembrando el terror; vi hombres que critican a esas personas por semejantes atrocidades. Son los mismos que miran hacia otro lado mientras miles de seres humanos, ignoro si buenos o malos, son letalmente aniquilados por un virus. Leí insultos políticos, ataques y asesinatos. Concluí que las personas buenas de las que hablaba Nordin no estaban allí y salí a pasear con la esperanza de encontrar alguna.

Empecé por un parque infantil. Si los adultos somos capaces de todo lo que dice la prensa, quizás los niños, aún sin la experiencia de mal, sean las personas buenas. En el tobogán vi a una niña tirar de la coleta a otra para intentar colarse y deslizarse la primera; en el arenero dos chiquillos jugaban a reírse de un tercero por su torpeza manejando la pelota; en el banco del fondo un grupo de preadolescentes miraban atentos la pantalla de un móvil en la que visionaban el último vídeo grabado en una pelea de patio de colegio. Allí tampoco estaban las personas buenas.

Caminé un rato más y me crucé con un padre que daba una patada en la espinilla a su hijo en un partido de fútbol callejero para conseguir meter un gol; un vendedor ambulante que intentaba estafar a un par de turistas vendiéndoles como auténticos unos pendientes de supuesta plata; una pareja que comentaba lo listos que habían estado al comprar esos pendientes a precio de ganga sin pagar impuestos; una señora que pasaba impasible ante la figura de un mendigo que rogaba unas monedas; conductores que hacían sonar el claxon molestos por la torpeza de un anciano al aparcar su coche… Ni una sola persona buena.

Entonces llegó el momento de pensar en mí. Pensé que soy una ciudadana responsable y trabajadora que más de una y más de dos veces se ha saltado un semáforo, conducido con unas copas de más, ahorrado el IVA y escaqueado en el trabajo. Quise concienciarme de que soy una buena madre que cría a sus hijas dándoles cariño y gritos. Recordé que soy una hija que quiere y respeta a sus padres y que no los llama con la frecuencia que debiera para saber cómo están. Repasé uno a uno los nombres de las personas a las que quiero y pensé en todas las veces que les he hecho daño. Y concluí que tampoco en mí hay una persona buena.

Con semejante revelación pensé que me sentiría asfixiada y empujada, como decía, a vivir la vida de una manera extrema: santa o diabla. Pero no. Soy una ciudadana responsable, trabajadora y a veces vaga, una madre cariñosa y gritona, una hija descuidada y una persona que ama como buenamente puede, pero, por encima de todo, soy una mujer práctica, así que decidí liberarme de estos pensamientos vomitándolos en uno de mis post. Eso sí, esta vez, para no mentirles del todo he prescindido de la tercera persona del singular.

Algo es algo.

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