Un vendaval de cine
Hay películas enigmáticas, hermosas y que no se atienen a una narrativa clásica, que te desconciertan inicialmente, en las que tardas en entrar, en pillar su ritmo y su atmósfera, en saber de qué van. En otras del mismo género se produce la hipnosis desde los primeros planos, desde los títulos de crédito, con una determinada imagen y un perturbador sonido que te hace intuir el futuro paraíso. Me ocurrió con la jadeante carrera de Jodie Foster a través de un bosque en el adrenalítico prólogo de El silencio de los corderos o con la infinita nostalgia de la voz en off de Meryl Streep susurrando: “Yo tenía una granja en África”.
He reconocido esa vieja sensación con la imagen de un pincel que va dibujando lentamente figuras rupestres y el encadenamiento con un aeroplano que vuela sobre las dunas del desierto mientras suena una música oriental con sabor a lamento y a pérdida. La película se titula El paciente inglés. La vi por primera vez en Granada. Me fascinó en el inadecuado ambiente de un colegio mayor, con sueño, desasosiego y urgencia. La volví a ver bastante tiempo después y supe que permanecería mucho tiempo en mi memoria.
La película, una obra de arte que estuvo a punto de no rodarse nunca debido a la miopía y a la desidia de los productores a los que se les ofreció, habla inmejorablemente de la guerra y la intolerable devastación física y mental que provoca, del miedo como motor de la supervivencia, del horror en estado puro. Pero, sobre todo, habla del amor, de su pérdida y su reencuentro, de las pesadillas y los fantasmas que habitan en el recuerdo, del sentimiento de culpa ante los viejos y fatales errores, del abandono de la coraza emocional cuando ya no queda tiempo para ser feliz, de las agonías lentas, de la redención moral, de la odiosa muerte. Lo hace con una lenguaje hermoso y conmovedor, elegante y romántico, intenso y sincero, antirretórico y púdico, confiando más en la expresividad de un gesto, de una mirada, de una lágrima, que en los discursos que explican los sentimientos al límite.
Viendo esta maravillosa película me costó trabajo admitir que su director, Anthony Minghella, es el mismo autor que ese engendro protagonizado por Matt Dillon que me tocó sufrir una vez por ir detrás de unas faldas. Según su propia confesión, adaptar al cine la novela de su amigo Michael Ondaatje se había convertido en algo tan personal como inaplazable. Se percibe. No es gran cine artesanal al gusto convencional de Hollywood, independientemente de que fuese premiada con todos los Oscar del mundo. Es cine sentido, sin cálculo, arriesgado, poético. La historia y los escenarios se prestan al espectáculo y al exotismo de lujo. Hay guerras, espías, misterio, acción, torturas, suspense, personajes atractivamente fronterizos, pero el principal interés de su director no se concentró en esos elementos tan vendibles, sino en contar con sutileza y pasión el amor más triste, el de dos personas que descubren tardíamente que el mágico, carnal y terrible milagro que les está ocurriendo es la patria más auténtica de los seres humanos y que sólo se vive cuando se ama.
La acción de esta película se desarrolla a lo largo de siete años, en El Cairo, en el desierto, en los frentes de guerra, en un destruido monasterio italiano, con flashbacks continuos, describiendo el pasado y el presente de varias personas, contando varias y emocionantes historias a la vez. Es muy difícil organizar un territorio tan complejo, ser fluido y racional con una estructura que se presta a la dispersión y un peligroso metraje que se acerca a las tres horas. Minghella consigue no perderse en el laberinto ni perder en ningún momento al espectador.
Mantiene el poderoso misterio sobre el pasado de ese hombre con el cuerpo y el rostro monstruosamente desfigurados que sabe, entre los picotazos de la morfina, que su desolada existencia se acaba, y al que cuidan una enfermera masacrada emocionalmente que no ha perdido el hambre de vida, un yonqui cínico y sufriente, con sus claves y pasado, y un enamorado, estoico y fatalista artificiero indio consciente de que en su profesión supone un regalo cada minuto que roba a La Parca.
Durante mucho tiempo la atmósfera te envuelve, pero en la media hora final te desborda, te hace llorar, sientes comprensión, piedad y emoción hacia el terrible destino de esos amantes que asumen su destino. Habrá espectadores que se enamoren del misterio de Juliette Binoche y otros de la apabullante clase de Kristin Scott Thomas. Yo babeo de igual forma con estas admirables actrices y preciosas mujeres. Ralph Fiennes es la sobriedad intensa y Williem Dafoe el morbo turbio. Todos están a la altura de esta obra maestra.
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