Vampiros
Antes de que el aterrado Jonanthan Harker plasmara en su escalofriante diario lo que podía ocurrir si el dueño de un castillo situado en los Cárpatos rumanos fijaba su interés, su capricho, su voracidad, sus colmillos y su necesidad de sangre humana en tu patética persona, antes de que Stoker inventara con excelente literatura la imagen definitiva de Drácula, la gente de cualquier época ha concentrado su miedo en príncipes o sicarios de las tinieblas que te buscaban la ruina a perpetuidad si decidían morderte en la yugular. Al hacerse uno mayor descubre que los vampiros no solo existen en la literatura, el cine y el subconsciente colectivo, sino que abundan en la vida cotidiana. No les mata la luz, ni las balas de plata. No les espantan las cruces ni los ajos. No destrozan gargantas. Tampoco precisan magnetismo ni inspiran terror. Pero mantienen intacta su capacidad para convertir en guiñapos, en muertos vivientes, a sus innumerables víctimas, para machacar el cuerpo y el alma de los infelices que están bajo su vasallaje.
En el cine se han ocupado de su temible y miserable existencia desde los directores más prestigiosos hasta los más cutres. Incluso en la época de mayor realismo, los vampiros nunca han dejado de estar de moda. Y se hacen muchas edulcoradas tonterías en su nombre. El éxito apabullante entre militantes góticos, adolescentes de múltiples pelajes y condiciones, incluido el pijerío romántico de la saga Crepúsculo Crepúsculo(sólo he visto con infinita pereza la primera aventura del Romeo dentudo y su incomprendida Julieta) o de la serie True blood True blood(cuyos primeros capítulos seguí con relativo interés únicamente porque venía firmada por Allan Ball, creador de la magistral A dos metros bajo tierra, A dos metros bajo tierrapero de la que deserté para siempre después de su impresentable tercer capítulo), confirman que lo de ponerse ciego de sangre ajena sigue fascinando, mayoritariamente entre políticos corruptos, banqueros sin escrúpulos, ruines agencias de calificación de riesgo dirigidas por cabrones sin alma y, últimamente, también entre amantes rubias y siliconadas de frente muy alta, lengua muy larga y falta muy corta.
En género tan previsible y fórmula tan manida puede ocurrir que aparezca auténtico lirismo, un tratamiento insólito, que existan niños solos, tristes y acorralados que solo pueden comunicarse y encontrar calor con otra desolada criatura, descubrir su monstruosidad genética y seguir amándola. Ocurrió con la desasosegante, alucinada, trágica y hermosa película sueca Déjame entrar, Déjame entrarcreadora de una atmósfera onírica y tono sombrío, transmisora de horror y de piedad, realizada con elementos mínimos. El eco que creó una producción condenada al malditismo fue minoritario, pero también duradero. Era imposible que ningún espectador quedara indiferente hacia la angustia de esos niños insomnes.
Hace un par de semanas tuve la oportunidad de ver el remake de esa pesadilla sueca. Y siempre tienes prejuicios hacia los remakes, la lógica aconseja no readaptar lo que es inmejorable. Pero es que en este caso ha salido muy bien. El director Mark Reeves inyecta vida propia a una historia que ya ha sido contada. No es el saqueo de un clásico pensando en la taquilla. Está hecha con respeto, talento y emoción. La historia de amor entre esos dos marginados resulta tan inquietante y conmovedora en un suburbio de las afueras de Estocolmo como en la América de Reagan.
Pero, perdónenme, es que suelen verse más tonterías de las justas.
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