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El paraíso perdido

Luis García

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A propósito de una conversación mantenida en un madrileño restaurante con el compañero de pluma y poseedor de hábito que cada viernes nos ilumina en este periódico con su bondad y su sentido común, observo que hay películas pretendidamente hechas a imagen y semejanza de la realidad, y otras a imagen y semejanza del propio autor. El hombre tranquilo  pertenece a estas últimas, porque John Ford no nos ofrece un inventario de la realidad irlandesa que acaso exijan historiadores o sociólogos, sino una participación en la Irlanda soñada por él, esa Irlanda suya, poética y utópica, cuyas resonancias sirven para simbolizar no sólo las añoranzas de un refugio para los tiempos duros, sueño imposible de los jinetes errabundos y solitarios, sino también la reivindicación inalcanzable de la reconquista del paraíso.

John Ford, el mayor de los poetas épicos, líricos y dramáticos de la historia del cine, cantor feliz y amargo de los destinos humanos, ha albergado en su rico  y populoso universo cinematográfico a muchos personajes marcados por tales necesidades. Seres desarraigados y solitarios, exiliados en la intemperie cuya íntima aventura es la supervivencia, y su secreto afán, el cobijo en una comunidad que los defienda o distraiga de su soledad.  Precedente y quintaesencia de todos ellos es el Wayne de El hombre tranquilo, Sean Thornton, emigrante irlandés que un buen día decide abandonar su vida en los Estados Unidos (imagen de una cruel competencia para sobrevivir: del trabajo en los altos hornos al boxeo) y emprende, con la vuelta a casa, la más genuina de las aventuras, la búsqueda de sus propias raíces.

Sean Thornton es la versión fordiana de Ulises. Su carácter homérico reside sobre todo en el entorno ancestral que posee su Galway natal, los prados, las ruinas y los riachuelos de Innisfree, encarnación imborrable de la Ítaca que persigue, que lo acoge y lo justifica. Este reencuentro del personaje con sus orígenes, consigo mismo, con lo que él es o desea ser, se convierte en el centro de gravedad del filme, el hito a partir del cual se desarrollan, a la manera de una compleja red de ramificaciones, los conflictos y significados implícitos de una historia narrada en clave poética, demostración contundente de que las disyuntivas entre cine de prosa o cine de poesía son especulaciones de teóricos más preocupados por la gramática que por la estética.

No resulta difícil establecer un paralelismo entre el personaje y su creador, viendo en los rechazos de Sean una expresión de la mirada desengañada que Ford dirige a la vida moderna norteamericana, en una íntima operación de autoexilio moral que le conduce, tras la destrucción del sueño del emigrante, a la añoranza de un pasado perdido, conexión directa con otro maravilloso poema elegíaco que es Qué verde era mi valle. Las imágenes reflejan, desde el principio, el sentimiento del personaje principal, correspondiendo el color a los recuerdos idealizados de su infancia. Empezamos a ver la película como si abriésemos un viejo álbum impregnado de un hondo aliento evocador. Sean compra la casa en que nació, pero para realizar cada uno de sus deseos deberá enfrentarse al mundo en lugar de huir de él, a encontrar en sus sueños todas las tensiones reales de las que pretende evadirse. Huye de la violencia (mató a un hombre en un combate de boxeo) y deberá usar finalmente sus puños para conseguir la armonía con su amada Mary Kate. Huye de la obsesión por el dinero (combatió para ganar la bolsa del contrario) y comprueba que su mujer no le acepta como marido hasta que él consiga la dote que se le niega. Sean desprecia a Mary Kate por creer que antepone el dinero al amor, no entendiendo que para ella simboliza la conquista de su dignidad individual como mujer casada. Ella, a su vez, desprecia a Sean, creyendo que su negativa a pelear representa cobardía o falta de amor. La recíproca incomprensión de actitudes es un círculo vicioso que sólo se rompe con la pelea final, acto que supone la realización de un hecho trascendente de ejecución ineludible que se presenta como una fiesta popular, colectiva y catártica, consumiéndose el rito para la definitiva integración de Sean en la comunidad, la armonía con las tradiciones, con los demás y consigo mismo.

Un poema de tanto alcance como El hombre tranquilo está hecho y se nos ofrece sin ninguna solemnidad. Su libertad creativa  y desparpajo hacen de la película algo parecido a una reunión familiar o una celebración amistosa. Sin prisas, tranquilo y relajado, Ford nos invita a acompañarle en el placer de mirar, tentación esencial en el cine, y el secreto de su maestría es el don intransferible que pocos creadores alcanzan: la difícil facilidad, la compleja sencillez, la elaborada naturalidad y el refinado primitivismo. Contemplador gozoso y emocionado, John Ford es a la vez burlón y tierno, irónico y melancólico. Bromea sobre las costumbres de sus paisanos sin rechazar lo tópico y lo pintoresco, sabiendo que en última instancia todo depende del estilo, el espíritu y el talento. De El hombre tranquilo no puede despedirse uno con un “adiós”, sino con un “hasta la próxima”, porque su inagotable potencia evocadora revierte sobre la misma película y, tal y como sucede con los buenos amigos, su influencia sobre nosotros aumenta cuando no se encuentra entre nosotros.

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