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Una obra maestra

Luis García

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Tiene el aire de un testamento redactado con dolor. También resulta contagiosa su tristeza, su amargura, su desilusión. La sencillez, la naturalidad, la alegría narrativa de John Ford ha estado siempre acompañada por la complejidad, por la comprensión hacia el comportamiento de sus personajes, incluidos los más villanos. Su simpatía y su identificación se vuelcan inevitablemente hacia el fracasado, hacia el luchador derrotado, hacia el inadaptado, hacia el individualista, aunque esté equivocado.

Tom Doniphon no es el hombre adecuado para que la nación se civilice, para que progrese. Es un salvaje arrogante, un león que desprecia una ley hecha por y para el poderoso y que se presenta como mentirosa norma pacificadora. Sólo respeta sus propios códigos. Domina la patada en la cara al enemigo cuando éste se le cruza, el compadreo con el lumpen, el lenguaje de la fuerza. En muchos aspectos se parece bastante a Liberty Valance, pero es más hombre, más inteligente, menos cruel, menos desesperado. Su galantería es ruda, nada ostentosa. En los viejos tiempos, los del todo o nada, la ternura era una forma de debilidad, aunque regale a su chica un cactus con entrañable y fingida indiferencia. Da por sentado que le corresponden, que su soledad va a ser pronto compartida, y por ello está construyendo una casa con la ayuda de su fiel criado negro. Un leguleyo honrado, un previsible político, un magnífico ejemplar de los nuevos tiempos, los de la falsa apariencia y la hipocresía, conseguirá chorizarle la novia. También acelerar la destrucción del héroe y de todo su mundo. También de que éste mate a traición  para salvarle la vida. También de la borrachera más patética y más injusta (incluida la de Bogart en Casablanca) de la historia del cine.

Todo es conmovedor, viril, duro y realista en esta maravillosa película. La dignidad, el recuerdo emocionado y el dolor del viejo negro ante el ataúd revela la autenticidad y la belleza de una tragedia compartida. Admitiendo que mi memoria es muy aficionada a las lagunas incluso con títulos que adoras, recuerdo varias escenas de El hombre que mató a Liberty Valance como imborrables. Secuencias como el asalto a la diligencia de unos espectros con gabardina blanca y un látigo devastador, el enfrentamiento entre John Wayne y Lee Marvin en el comedor, la actitud de Wayne cuando James Stewart es acusado de homicida o ese inolvidable periodista alcohólico, aterrado y digno, riéndose ante la venganza de los bandidos. Y, por supuesto, la mirada sin ver del político que, preguntando quién ha puesto un cactus sobre la tumba de Doniphon, certifica lo que ya suponía, lo que su vanidoso ego se negaba a admitir: que su mujer siempre estuvo enamorada del hombre que mató a Liberty Valance. Esto último pertenece a Carlos Boyero. Según él, eso es el CINE. Estoy de acuerdo.

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