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Un mundo perfecto

Luis García

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Charada es una película que hiere realmente la sensibilidad del espectador, del mismo modo que también la hieren otras cuantas como La fiera de mi niña, Historias de Filadelfia o Sucedió una noche. Películas que causan en el espectador sensible una herida profunda porque derraman en la pantalla algo que luego nadie puede encontrar en la vida real. Películas que son justo al revés que La rosa púrpura del Cairo, que no permite que el personaje salga de la pantalla para sentarse en el patio de butacas sino que eres tú quien te levantas y rompes esa tela blanca para colarte allí, un lugar en el que los personajes son maravillosos, los diálogos inmejorables y las situaciones divertidas. Y por eso hieren la sensibilidad, porque, en realidad, lo zafio y lo grosero, en cine, no llega ni a ofender, pero sí que perturba el ánimo de salir de Charada y no escuchar la frase certera de Cary Grant ni la gracia infinita de Audrey Hepburn.

La herida, hay que reconocerlo, es temporal y se acaba cerrando, pero entre tanto uno detesta las cosas de aquí, el recibo de la luz, el tráfico, la cola del supermercado, la retahíla del portero, el repaso del jefe y el pan, vino y postre de cada día… Charada es un lugar fantástico en el que uno está sólo el tiempo que dura la película y el poco más que aguante en la memoria de cada cual, desgraciadamente.

Para hacer Charada, Stanley Donen utilizó lo mejor: una intriga tan enmarañada como fácil de seguir; una historia de amor tan deshilachada e histérica como encantadora; unos diálogos con mecha y dinamita y los dos mejores actores del mundo para encenderlos, Cary Grant y Audrey Hepburn. Él moldea su personaje, a veces diplomático, a veces ladrón, a veces gánster sin escrúpulos, al hombre capaz de encantar a la más venenosa de las serpientes. Ella es una mujer más o menos  honesta, impecablemente vestida por Givenchy, impecablemente tocada por esa cualidad tan femenina para el “corte y confección” de situaciones insólitas, enamoradiza, audaz, romántica, ingeniosa y, en fin, con esa madera de mujer que le coloca a la vida de cualquiera un marco de cine.

Los dos son los personajes principales, la viuda de un embaucador que ha birlado el botín de un robo a sus malencarados cómplices, y un hombre de aspecto inmejorable (¿quién no ha soñado alguna vez con ser Cary Grant?) que la seduce con el encanto de su mano izquierda mientras que con la derecha le registra el bolsillo por si allí encuentra una pista del tesoro. El romance entre ambos, tan lleno de peligros y trampas como un videojuego bélico, lo cose Stanley Donen a nuestras pestañas con hilos de oro y consigue un perfecto dibujo de la antesala del amor, una estancia ideal donde se beben palabras con gas, donde tiene sentido el chisporreteo del gesto, donde la disputa antecede al beso, el beso al equívoco y el equívoco a la disputa, una estancia que Cary Grant ha amueblado para Audrey Hepburn y en la que el espectador atento se sienta con absoluta comodidad.

Ellos son los personajes principales, pero son los secundarios, o sea, los compinches malencarados que intentan hacerse con el botín desaparecido, los que les tienden una alfombra llena de problemas para  que ellos caminen entre tropezones y traspiés a lo largo de la  película. Walter Matthau, James Coburn y George Kennedy son los suficientemente canallas, lo suficientemente ingeniosos y lo suficientemente imprevisibles para aguarles el romance y avinagrarles el botín.

El gran mérito de Donen en Charada es el conseguir sin esfuerzo aparente que todos los elementos de que dispone trabajen a favor de la narración. Ha dado con una historia perfecta y cada detalle que aparece en ella redondea esa perfección. Cada secuencia hace mejor la anterior y pide a gritos que se cuele la siguiente; cada frase lleva dentro tanta miga que a uno le faltan orejas para digerirla (con lo que se dicen el mentiroso Peter Joshua y la crédula Reggie Lambert, copiado con atención y soltado con sarcasmo, se garantiza éxito rotundo a cualquier aprendiz de seductor, creedme), cada minuto que pasa es un minuto menos de película, y no más, como suele ocurrir. Y finalmente ellos, Cary Grant y Audrey Hepburn, que forman una de esas parejas menos sólidas del mundo (con el atractivo que le da a estos asuntos la falta de solidez) del mismo modo que lo fueron Cary Grant y Katharine Hepburn, Katharine Hepburn y Spencer Tracy, Audrey Hepburn y Albert Finney… Parejas perfectas e intercambiables, como las ideas geniales, los amores eternos y los cromos repetidos.

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