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Miserias humanas

Luis García

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Han pasado setenta y cinco años desde el estreno de El gran dictador. Parece sencillo atacar en nuestros días el humanismo que respiran en muchas ocasiones las imágenes de Chaplin; es muy fácil criticar las indudables insuficiencias de la película cara a un juicio político en profundidad; es factible mantener una postura displicente ante diversas secuencias del filme, en especial su famoso discurso final. Pero no todo era tan sencillo, tan fácil ni tan factible cuando Chaplin decidió abordar la empresa. “La voy a proyectar ante el público, aunque tenga que comprar un teatro para ello, y aunque el único espectador de la sala sea yo”, afirmó ante la cantidad de boicots y presiones con que la exhibición de El gran dictador se encontraba por todas partes. No era algo inesperado: desde el momento en que se supo cuál era el contenido del proyecto, muchos esfuerzos se coaligaron para que nunca llegara a realizarse, desde la diplomacia alemana destinada en Estados Unidos hasta los empresarios americanos con intereses en Alemania que veían que un extranjero como Chaplin, que se había ganado “mala fama” con Tiempos modernos y cuya vida sentimental escandalizaba a los sectores más puritanos del país, pusiera en peligro los excelentes rendimientos de un mercado como el alemán. El que allí dominase Hitler a ellos les traía sin cuidado siempre y cuando no se cerrasen las puertas a sus productos. Arriesgar tanto por una sátira del Fuhrer era insensato…

El 9 de septiembre de 1939, justo después de que se declarase la Segunda Guerra Mundial, comenzó el rodaje de la película, y Chaplin abordó un difícil y largo rodaje de seis meses. Consiguió estrenar el 15 de octubre en Nueva York, coincidiendo con la entrada de las tropas nazis en París. A las presiones económicas se unieron las de dos nuevos grupos: aquellos que veían en la figura de Hitler el salvador de la civilización occidental y denunciaron la posible ridicularización que se iba a efectuar sobre su héroe triunfante, y aquellos sectores de opinión aislacionista tan propia de las sociedades anglosajonas que consideraban el filme beligerante, como una toma de postura que podía interpretarse como compartida por la generalidad  del pueblo americano. Las gentes de extrema derecha presumían del paseo militar que para el nacionalsocialismo iba a ser la guerra, e insistían una y otra vez en la indignidad de que Estados Unidos se alineara contra el que iba a ser inmediato emperador de Europa.

“Los dictadores perecerán, y el poder que han usurpado volverá al pueblo. Y mientras existan los hombres que sepan morir, la libertad no podrá perecer. Soldados, no os entreguéis a esos brutos, hombres que os desprecian y os tratan como esclavos; hombres que regimentan vuestras vidas, imponen vuestros actos, vuestros pensamientos y vuestros sentimientos; que os amaestran, os hacen ayunar, os tratan como ganado y os utilizan como carne de cañón. Vosotros, el pueblo, tenéis el poder para crear esa vida libre y espléndida, para hacer de esa vida una radiante aventura. Entonces, en nombre de la democracia, utilicemos ese poder… ¡unámonos todos!”. Las palabras de Chaplin, en su papel de barbero judío disfrazado de dictador Hynkel, resonaron con eco en las paredes de un cine neuyorkino ante la sorpresa del típico público de estreno americano. Pero sus palabras, evidentemente, no se dirigían a esos espectadores, sino a quienes a muchos kilómetros iban sintiendo la bota de la apisonadora nazi.

Al día siguiente del estreno, las reacciones de la crítica contra El gran dictador fueron casi unánimes y se destinó la película al fracaso comercial. Sin embargo, pese a lo que se leía en los periódicos (especialmente los de la cadena de Hearst-Kane), el público acudió y apoyó con sus aplausos los propósitos de Chaplin. Pero el Comité de Actividades Antiamericanas comenzó al poco tiempo su andadura y el director acabó pagando cara su osadía. El haber atacado a Hitler en su momento de esplendor, el haber mantenido tesis intervencionistas contra el imperialismo nazi, el haber contribuido a crear un ambiente favorable a la entrada de Estados Unidos en la guerra, fue algo que la derecha americana nunca le perdonó.

Conviene recordar de vez en cuando que Chaplin no fue sólo Charlot ni siempre Charlot. En su trayectoria vital y artística existió un compromiso ético e ideológico que, marcando todos los lastres que se quiera (desde ese humanitarismo citado hasta la posición que deriva de su adscripción a al liberalismo de izquierdas típicamente rooseveltiano), le llevó a adoptar posturas valientes y nada cómodas, como la trayectoria de El gran dictador demuestra. Eisenstein, otro genio acusado, sentenció con estas palabras su homenaje al filme en su artículo Charlie The Kid: “Este pequeño peluquero puede estar tranquilo. Sus palabras de esperanza se convertirán en realidad: el fascismo será aniquilado”.

No. Chaplin no fue sólo ese ser gracioso y blandengue tan propio de niños burgueses que nos dijeron desde nuestra infancia. Fue también el hombre capaz de crear discursos como el que imita onomatopéyicamente a los de Hitler; el cineasta que supo predecir el efímero triunfo y la posterior destrucción del nazismo en la magistral secuencia del baile con el globo terráqueo; el autor que conoció los resortes mediante los que describir la esquizofrenia de Hitler o la megalomanía de Mussolini. Fue y es algo más, mucho más que el hombrecillo del bombín y del bastón. Chaplin, como nadie jamás hizo en una pantalla de cine, respondió a la famosa cita de Sadoul con pasmosa literalidad: “La risa es el gran y legítimo elemento de combate”. Combatamos.

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