Juego de espejos
Hace poco, recordando con un amigo las mejores películas que tratasen sobre películas, me topé con Cautivos del Mal, una de las cimas del cine en blanco y negro (se filmó calculadamente así, con los viejos colores primordiales, en medio de la invasión de colorines que por entonces capitaneaba la Metro) del Hollywood clásico, y a mi parecer, es la obra más honda, atrevida y vigorosa de Vicente Minelli, que se vació aquí en un filme que uno se atreve a adjetivar, amparado en la elegancia de su construcción y en su refinado acabamiento, como perfecto, de esa especie tan escasa a los que el paso del tiempo (se rodó en 1951) no sólo no erosiona, sino que les añade, como el roce de una piel de gamuza a las viejas maderas nobles, más y más brillo, más y más luz escondida. Es Cautivos del mal una de esas películas mágicas que, aunque se hayan visto decenas de veces, siempre se ven por primera vez.
Hay dentro de esta maravilla un reparto portentoso en el que Lara Turner, Dick Powell, Walter Pidgeon y Gloria Graham escoltan a un Kirk Douglas en estado de furia desatada y embarcado en una peligrosísima (pero resuelta con un talento inmenso), composición retórica y barroca, casi energuménica, de gran cinismo jalonado por calambres de alta tensión dramática. Juega el gran Douglas (de algún modo hay que distinguirlo del pequeño Douglas, un tío muy listo) a la sobreactuación con una fuerza punzante y explosiva, con la que nos arrastra a la cumbre de su noble y arriesgada composición de un productor en aquel Hollywood tan complicado, tipo donde entrevemos, adosado a su tormentosa, desalmada y sin embargo cautivadora personalidad, un prototipo de productor-creador en las antípodas del, ahora en boga epidémica, productor-parásito.
Dentro del personaje Jonathan Shields, Kirk Douglas apretó los rasgos de productores del viejo Hollywood, pero cuentan que la mayor aportación al personaje proviene de la síntesis de dos eminentes personajes de muy diferente carácter, el férreo y apacible Irving Thalberg y el genial aventurero y deleznable patrón David O’Selznick, pues en las películas que ambos crearon hay algo cercano a lo que en Cautivos del mal llaman el sello de Shields, la marca de fábrica elevada a ingrediente medular de la obra de arte fabricada. Los célebres toques que Thalberg y O’Selznick imprimían a sus obras eran más que hierros de su corral: eran carriles de una aventura creadora de lenguaje cinematográfico.
Dijo la navaja de afeitar que Billy Wilder tenía en la boca que los productores actuales, salvo pocos, son un club de intrusos. Un tipo entra en una librería, ve colas para comprar una novela nueva, se la lleva, se la da la más idiota de sus hijas, ésta le dice que es estupenda, telefonea al editor para adquirir una opción de filmación, llama a su primo bróker para que le busque un crédito y un mánager de televisión en paro al que entrega el libro con un papelito anotado con la pasta (por supuesto, ajena) que puede gastar, se va a casa, a los seis meses se estrena la película y el sujeto sale de una limusina para leer su nombre en las letras grandes de los créditos. Wilder creía que el noventa por ciento de las películas ahora se hacen así, pero el viejo vienés siempre fue un ser generoso: su porcentaje se queda corto.
En El último magnate, además de leer a Scott Fitzgerald, uno se entera de la complejidad de su personaje, inspirado en Thalberg. Hay muchos libros que cuentan la creación de Lo que el viento se llevó y todos los protagoniza O’Selznick. Se entra así en cumbres de cine escalado por sus rampas industriales, esas en las que el Jonathan Shields de Kirk Douglas pone su sello de productor creador.
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