Ella
No hace falta andarse con rodeos: Ángel es la película más perfecta de cuantas hizo Ernst Lubitsch, que posiblemente, junto con Hitchcock, fuera el cineasta que más veces rozó la perfección. Orson Welles idolatraba a Marlene Dietrichy comparó su portentosa imagen en esta película con un busto de mármol esculpido con guantes de seda. No iba desencaminada su fogosa metáfora, que PeterBordanovich trajo un poco más a ras de suelo al describir el prodigio que alimenta la médula escondida de esta genial obra como una fusión (desconcertante, porque no hay manera de ver qué pertenece a una y qué a otra) entre comedia y tragedia. Quizá este inteligente cineasta y aún más inteligente crítico de cine no reparó, cuando buscó la fuente de esa mezcla, en la sedienta esponja del rostro del ángel que sostiene el filme, la mágica capacidad de Marlene Dietrich para, de forma inexplicable, ser y representar simultáneamente una cosa y su contraria sin mover una ceja.
Se cuenta una historia del rodaje de Ángel que puede decir algo que no llegó a decir Bogdanovich. Marlene, que no aguantaba a casi ninguno de sus compatriotas (cuando quería decir lo peor a alguien lo llamaba “alemán”, y de ello sabe mucho el austríaco Maximilian Schell, al que echó una terrible bronca alemana durante un encuentro ante un micrófono en su apartamento de París), no hizo con Lubitsch una excepción y parece que una y otro se divirtieron lanzándose envenenados salivazos verbales a lo largo y ancho del rodaje. Era el año 1937 y Marlene (en sus propias palabras “moldeada para siempre por Josefvon Stemberg) se sentía insegura, incómoda y no enteramente dueña de sí misma actuando envuelta en la lógica de un director tan diferente, casi opuesto.
A Lubitsch no le gustaban los intérpretes que, como ella, construían su personaje a solas, como una esfinge ante su espejo oscuro. Era y nunca dejó de ser un hombre de teatro y se sentía a sus anchas moviendo a gente con ágiles tablas en el alma que definían y componían sus personajes sin apriorismos visuales. Un día, después de acabar una toma,Lubitsch soltó a Marlene este golpe de mala uva de quecon su interpretación estaba convirtiendo a una gran dama en una vulgar puta, y se cuenta que ella respondió que no veía la diferencia entre una y otra. Era una audacia golfa y transgresora que debió sentar al audaz director como lo que realmente era: un puñetazo en el mismísimo centro de su amor propio, porque se trataba de una réplica digna de él dicha contra él. Quedó en calzones, odió con su enorme sonrisa a la mujer que le dejó en ellos y probablemente de ahí provenga el resto del rencor que guardó en su maravillosa bocamanga contra la que es su obra formalmente más compleja y refinada.
Es Ángel la cumbre escondida de Marlene. Se asocia demasiado a la actriz con El ángel azul y las maravillas que siguieron en su aventura con Stemberg, pero a veces se olvida este portentoso ejercicio de geometría dramática de Lubitsch en el que se dibujó el primer vértice del triángulo donde la gran Marlene voló más allá de sí misma hacia la leyenda. Los otros dos vértices llegaron muchos años después, uno de la mano de Billy Wilder en aquella (son palabras de Charles Laughton) salida de escena en “gran mujer” que cierra Testigo de cargo, y otro en su cara a cara con Orson Welles dentro del aire viciado de Sed de mal, donde esta inmensa mujer se adueña hasta la médula de la película en sólo diez minutos repartidos en tres escenas. Dijo Welles que lo mejor que había escrito para el cine era este personaje que inventó en honor de aquella Ángel que él vio como sustancia de la milenaria ecuación dramática entre rostro y máscara. Y Marlene le devolvió el regalo con la frase que le dedicó después de conocerle, poco antes de comenzar el rodaje de Sed de mal: “Después de hablar con este hombre, soy una planta recién regada”. Parece evidente que Welles no era alemán.
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