Frenesí
Mantiene firme el paso. Son las once y cuarto. El reloj bromea con él. Corre el tiempo en su contra. Intenta aligerar la marcha. Tropieza pero no cae. Se lleva una mano al pecho. Resopla. En el horizonte ya lo divisa. Al fin ve el estadio. Aún permanece calmo el ambiente en El Arenal. Pero el tipo piensa que no llega. Crecen sus nervios. Metro tras metro, queda casi sin aliento. Revisa su muñeca. Son las once y media. Está en la puerta. Pasa el torno y suspira. Siente una leve relajación. Avanza ahora, ya dentro de El Arcángel, con más tranquilidad. Busca su butaca. Se sienta. De una vez por todas respira. Ahora toca luchar contra la ansiedad. La espera le atormenta. Y deja escapar los minutos con una mirada acá y otra más allá.
Sin apenas percibirlo, los minutos vuelan. De repente, suenan los primeros acordes del himno. Como marca la tradición, enseguida la megafonía calla. La grada acaricia el lleno. Otra vez, y con una afluencia de espectadores visualmente mayor que la oficial. “Sobre el campo la verdad, sobre mi corazón te llevo Córdoba”, cantan miles de voces al unísono. El hombre también entona la letra. Intensa es la mañana a orillas del río. El frío lo combate con palmas. El estrés con algún que otro grito. A veces, desmesurado. El Córdoba impone su ley en el campo. Supera al Valladolid de forma constante. Pero el gol no sube al marcador. No acierta el equipo de Sandoval. Y como las campanas que doblan, el marcador anuncia el golpe. Marca Moyano.
El descanso mortifica. Cree que es una tortura. Piensa en la crueldad del destino. Ni siquiera cuando lo merece obtiene premio el Córdoba. Siente el pulso más acelerado de lo normal. Se lleva una mano al pecho. “A mí me va a dar un jamacuco”, comenta al aire. Arranca la segunda parte. El Valladolid aterroriza en ataque. Penalti. El hombre clama al cielo. Grita y hace aspavientos. Repite lo que es la actitud generalizada en el estadio en ese momento. Pero siempre hay que contar con el portero. Más si cabe cuando éste es Kieszek. El polaco detiene. Vibra El Arcángel. Acto seguido, una fea jugada supone la expulsión de un rival. Hay tangana. Suben los decibelios. Y la fe de una afición, entonces sí, definitivamente ya, entregada.
Cobra un ritmo vertiginoso el partido. El Córdoba insiste. Sandoval saca artillería. Y más. Y un poco más. Jovanovic encuentra premio. La locura se desata en la grada. “Sí, se puede”, exclama la afición. El hombre entonces resopla. Late el corazón más deprisa de lo habitual. Lo intenta el conjunto blanquiverde. Una vez, otra y otra más. Hasta que Sergi Guardiola culmina la remontada. Ruge El Arcángel, que por instantes pareciera venirse abajo en cualquier momento. El tipo salta de tal forma que pudiera tocar las nubes. Aún resta lo peor: el tramo definitivo del encuentro. La prolongación. El Valladolid trata de apretar. No puede, no se lo permiten los califales. El silbato del árbitro se escucha por última vez. El éxtasis invade a seguidores y futbolistas. Es el reflejo de la pasión más auténtica, del sentimiento más irreprimible. Es frenesí.
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