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'Quejío', espoleando conciencias

El espectáculo 'Quejío', en el Teatro Góngora | TONI BLANCO

Francisco Martínez Sánchez

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Han pasado 45 años y el latir de Quejío ha acelerado su pulso; el contexto social andaluz ha cambiado, pero solo para acrecentar un retrato que Paco Herrera describió con certeza en su “típicos tópicos”. El estudio dramático sobre cante y baile que Salvador Távora puso en escena en 1972 con el tajante epígrafe de “Quejío” ha vuelto para espolear conciencias adormecidas, también para consolar a quienes consideraban que el cordón umbilical del flamenco había sido cortado para los restos. Sí, de un flamenco desde el tuétano que da fortaleza a su razón de ser. No se puede enteder Quejío desde otra perspectiva sino desde la distinción de una rebeldia en clave flamenca y andaluza de ahí que el público que lleno el Teatro Góngora el sábado quedase absorto ante la desnudez de la plástica flamenca sin tapujos.

Hace años, leyendo Quejío: informe editado por Andrés Raya para ediciones Demófilo en 1975, en el que se explicita la razón de ser y motivos de la obra de Távora, escribí muchas notas que no han quedado ajadas, sino que están más vitales que nunca. Increible, por que están iluminadas como se alumbró el Teatro Góngora al inicio de la obra, solo con una candileja. Ante la oscuridad siempre la lumbre que desvela una realidad, guste o no. Y ante la soledad el cante como asidero, también el baile y la guitarra... y la quietud del gesto.

Hay situaciones límite que necesitan ser vividas para poder tener consciencia de la fragilidad del ser humano ante el voluble entorno social en el que habita; verdades ignoradas e hipocresías para el acomodo. Momentos en los que el punto y final de la existencia personal no deja lugar a dudas: la tragedia como catarsis. Vuelvo a mis apuntes tras escuchar seguiriyas, tonas, tarantos... y sentirme martilleado por el imponente zapateado del baile. Manuel Vera Quincalla, Florencio Rolán y Manuel Márquez de Villamanrique como cantaores, el bailaor Juan Martín, la actriz Mónica de Juan y Juan Romero, el bailaor de la obra en sus inicios y ahora como flautista junto al guitarrista que también inició esta incitación flamenca, Jaime Burgos.

Denuncia social, calidez humana, caos sin vuelta atrás, sogas que maniatan ilusiones y esperanzas, el porvenir saboteado por el poder que no entiende de coplas flamencas con reverso, ni de austeros sones de guitarra, solo del símbolo que representa el baile en su agónico zapateado. “Pasitos que doy pa' lante, se me vuelven atrás”, seguiriya cantada en el Góngora ante la evidencia de una sin razón lógica, pero real; las sogas como metáfora de cadenas opresoras. Tensión y vértigo, una latente ansiedad por la libertad del ser, pero no desde la individualidad posmoderna sino desde la solidaridad, y como nexo el cante, la palabra no cicatrizada con la sal que enerva el baile.

Los años han pasado pero el cante, el baile y la guitarra en Quejío siguen siendo un lenguaje intemporal, de sueños hechos añicos como el espejo en que creimos vernos en un futuro luminoso. Sálvador Távora ha vuelto a sus orígenes y nos ha puesto de nuevo ante nuestros ojos y sentidos, sentimiento y racionalidad lo que nunca ha dejado de pasar porque continúan las sogas tensadas; y que mejor manera de expresarlo que el flamenco que no va de etiqueta, el que es capaz de desasirse de ataduras para no volver a la encrucijada que dice la copla “sin saber como ni por donde, se me ha liao esta soguilla al cuello”. En el inicio la tenue luz de las candilejas... luz que acompaña y da calor, como el flamenco y humano que desprendió Quejío en el Teatro Góngora para la reflexión, el goce y el dolor.

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