José Antonio Rodríguez, exuberante e intimista en su música
Asistir a un concierto de José Antonio Rodríguez es siempre una gozada para los sentidos y la razón, porque la pasión no quita el conocimiento. El guitarrista cordobés cuida con mimo cada actuación, ningún mínimo detalle se le escapa, desde el musical al envoltorio escénico, pero esta actitud de modélica exigencia profesional no está exenta de naturalidad e incluso oportuna espontaneidad. Y con estas premisas compareció en el último concierto del 37 Festival de la Guitarra de Córdoba en el Gran Teatro; el reclamo: Manhattan de la Frontera, una de sus obras más celebradas y grabada en 1999, pero el guitarrista tocó piezas de otros discos, Córdoba... en el tiempo (2007), abundando en composiciones más recientes incluidas en Anartista (2012) y Adiós muchachos... (2016).
Una guitarra posada bajo uno de los ojos del Puente Romano, en el margen izquierdo, permitiendo contemplar la orilla derecha coronada por la Mezquita; una guitarra y la atemperada corriente del gran río de la Bética, el Guadalquivir. Es el homenaje de José Antonio Rodríguez al río de su ciudad. La proyección visual recalcando el primer toque del guitarrista: Guad el Kebir. Cuidadas imágenes a manera de símbolos e iconos, en sepia o blanco y negro, y en matizados cromatismos fueron sucediéndose durante gran parte del concierto. La silla de enea agitada por un sinuoso oleaje y la farruca del desconsuelo. El guitarrista agitó su particular coctelera musical y sirvió al público una variedad de registros sonoros al que ningún paladar se puede resistir. Oscilando desde toques penetrantes como la soleá Guadálcazar, dedicada a su padre o la Danza del amanecer, para zambullirse en la vorágine rítmica de la rumba Casablanca, el pasodoble Francisco Alegre o los tangos Casa Valentín...
José Antonio Rodríguez tuvo la audacia de acometer un repertorio cuyo ensamblado musical es de una enorme laboriosidad técnica tanto por la ejecución, que no deja de ser aspecto mecánico, sino principalmente por su embrión y desarrollo, por los argumentos estrictamente musicales, a los que hay que dotar de nervio sensitivo y particulares atributos expresivos para que alcancen la plenitud artística a la que todo músico aspira. Desgranar solamente cómo se desenvolvió técnicamente el guitarrista en cada composición no hace justicia a lo escuchado y vivido ayer en el Gran Teatro. No se descubre nada nuevo al señalar que José Antonio Rodríguez se desenvuelve por el diapasón con una pasmosa naturalidad, pergeñando falsetas, armonizando... haciendo lo que le viene en gana, junto a una derecha para la que no hay secretos en picados, contrapicados, alzapuas, trémolos... en fin, un portento. Pero la seducción musical en el caso de este guitarrista alcanza todo el potencial deseado gracias a que en todo momento tiene un motivo para contar-relatar-tocar en clave flamenca un particular por íntimo mundo que exterioriza con la guitarra, cúmulo de experiencias y vivencias transmutadas en sonidos de raigambre flamenca.
Junto a José Antonio Rodríguez, Manuel Montero para los puntuales momentos en que se demandó una segunda guitarra; la voz de Macarena de la Torre, Pedro Vinagre en el bajo eléctrico y Agustín Henke en la percusión. José Carlos Nievas fue el responsable del cuidado y oportuno diseño de proyecciones.
Hay que agradecer a José Antonio Rodríguez el detalle, que le ennoblece como persona y artista, de invitar al escenario a cuatro jóvenes guitarristas cordobeses -uno de ellos por residencia- para que le acompañase en el tema La fiesta de los locos, teniendo para todos elogiosas palabras: Niño Seve, Francisco Prieto Currito, Alejandro Hurtado y Alfonso Linares. Y como no podía ser menos llegó el momento de la celebrada bulería Manhattan de la Frontera, continuando la fiesta de la guitarra, del toque enarbolado sin tapujos, palpitante e incisivo. El público fue consciente de haber asistido a un inolvidable concierto, con la sensasión de haber escuchado una música de irreprochable calidad. José Antonio Rodríguez en agradecimiento se dirigió al pie del escenario, se sentó en el borde y tocó Adiós muchachos... terminó y se marchó por el pasillo central del teatro, recibiendo los merecidos elogios del público. Hasta la próxima, maestro.
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