El lienzo imposible y real de Manolo García
Hace rato ya que su tictac no existe. Las muñecas pesan menos. También cada uno de los cuerpos. Como si Dalí los hubiera vuelto a derretir. Los relojes no están. Pero la verdad es otra. La quietud de las manecillas es una mentira. La extinción del tiempo es irreal. Como la realidad parece imposible. Aunque es cierta. Mientras, la noche es una certeza. Aparece como silencioso confidente de las sombras propias. La mudez es sin embargo descorazonador reflejo de que todo principio tiene un final. Y como siempre el desenlace es difícil de asumir. Más aún cuando el ruido es una explosión agradable, necesaria y deseada. Cuando es un estallido de colores sobre tela limpia de blancura. Cuando es un puñado de pinceladas cuidadas. Cuando es el lienzo imposible y real de Manolo García. Tras de sí quedan las horas desaparecidas, olvidadas con gusto. En el cielo, más de tres millares de pájaros que no son de barro vuelan. En La Axerquía todo es comienzo después del adiós.
Imposible es el lienzo, porque imposibles parecen los trazos. Los mismos con los que de manera convencida da forma a sus paisajes Manolo García. El artista, porque este concepto define mejor al pintor de acordes y músico de cuadros, jamás renuncia a sus ideales. No lo hace tampoco en Córdoba, lugar al que regresara la noche del sábado dentro de su gira con motivo de Geometría del rayo. Es así cómo se titula su último álbum de estudio, que mantiene intacta la firma sobre el dibujo del cantante que es autor además. Aforo completo, expectación máxima. A las diez y media son unas 3.500 personas las que aguardan en pista y grada del teatro de La Axerquía a que el escritor de la realidad compleja aparezca. Tanto él como los músicos se hacen de rogar, pero en cuanto surgen los relojes se reblandecen. La memoria sólo va a persistir cuando la madrugada sea saeta lanzada con violencia.
Con chaqueta pese al calor, Manolo García viene a desgarrarse la piel. Quienes le ven de cerca lo saben desde el momento primero. Capaz de introducir sonido acústico en un concierto de decibelios, su sello inconfundible está presente desde el inicio. Suena El frío de la noche, tema integrado precisamente en su séptimo y más reciente trabajo discográfico -de estudio-. Expone la voz y el alma sentado en las escaleras del amplio escenario. Es el momento de soñar ante la tela, la que suavemente toca con su pincel el cantante. Él es veterano, como le gusta llamarse, y sabe escoger a la perfección los tonos de su paleta. Un violín introduce después Fragua de los cuatro vientos, de Para que no se duerman mis sentidos, y viaja casi tres lustros atrás. Los relojes blandos, la garganta nítida.
De no ser porque corren tiempos de palabra manoseada e incluso prostituida, pudiera afirmarse que lo de este sábado es un espectáculo escrito en mayúscula. Porque lo es y de tal forma lo siente un público que recorre junto al artista el trayecto de sus años. De la palabra sabe Manolo García, que la maneja como bolas el malabarista. Siempre anda sobre el alambre, cual equilibrista, del idioma. De los pensamientos y también de las emociones. Y nunca cae ni tambalea. Lo suyo, como lo de Quimi Portet, no son letras a las que añadir musicalidad. Lo suyo son piruetas imposibles. Como lo son todas las callejas por las que guía, enérgico e incansable. Tras el saludo a través de una canción, otra despide casi tres horas de recital. Por fortuna el auditorio es al aire libre. Aunque por mucho que éste, el aire, corra en mayor o menor medida, la temperatura ambiente va en aumento.
Ver a Manolo García sobre el escenario es observar a un hombre que hace lo que le viene en gana. Y lo comparte. Disfruta a cada movimiento, con cada gesto, con todas las palabras. Sí, las que rescata del ostracismo de la sociedad. Lo suyo son dibujos improbables sólo posibles gracias a su negro sobre blanco. La gente se divierte mientras el artista desgrana buena parte de su Geometría del rayo con temas de su trayectoria en solitario, tras cerrar etapa con El último de la fila, entre medias. A la quinta canción la chaqueta vuela. Es unas cuantas antes de que corresponda el abrazo del público. Recuerda su primera visita a Córdoba, con el último de sus grupos, y asegura que “fue memorable”, casi “un disparate” por la acogida. “Ese afecto sigue vivo”. En un instante decide rememorar también a otro genio, como lo fuera Jesús de la Rosa. Triana suena y suena Triana. Canta Manolo García y quienes le acompañan. Nadie piensa en los segundos, los minutos y las horas. El tiempo es leve si uno lo quiere así.
Lo cierto es que Manolo García derrumba las fronteras del aguante. Del suyo, no de un público que quiere más. Sus seguidores, de todas las edades, son insaciables. Hasta en dos ocasiones recorre la pista y las gradas de La Axerquía, que vibra. “Manolo, Manolo”, gritan a coro a su alrededor. Su música es popular, afirma, y lo demuestra con su continuada interacción con los asistentes al teatro. Juega con ellos hasta que, de repente, toca ir A San Fernando. Entonces es cuando definitivamente desata la locura. Imposible pero real. Después tiene un mensaje: el concierto es para “la gente”. “Somos los que hacemos país”. Sucede en lo que se supone el bis, ya superada la madrugada. Y después mucho más ya de manera casi obscena.
Más de 20 canciones después, con la tercera camisa y pañuelos en la frente, Manolo García continúa sobre el escenario. Y su gente, ésta a la que dedica su aliento hasta una extenuación también imposible, insiste. Es la 1:20 de la madrugada. La luna está escondida. Debe andar inquieta, como todos los que creen que no puede acabar ahí. Ni ahí ni allá, ni ahora ni nunca. Pero ha de terminar. Esto después de elevar más si cabe las sensaciones con Pájaros de barro e Insurrección, esta última a petición del público y que en realidad no canta el autor, que está a la batería. Cierra La Bamba, que decide tomar prestada el barcelonés que esta vez es cordobés. Él parece que tampoco quiera marcharse. Pero no queda otra. El pintor del rock sin fronteras de estilo, tan brillante en la letra como polifacético en la forma, de lo melódico a lo aflamencado, del ímpetu y los rasgos arabescos, del ayer y el hoy, baja el telón invisible. Los relojes vuelven a su tictac, pero el sonido, el que defiende el cantante a pecho descubierto, es diferente. Es la obra de Manolo García, el hombre del paisaje cierto en el lienzo imposible y real.
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