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Poco que decidir en el Concurso que ya finaliza

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Francisco Martínez Sánchez

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Transcurre el XXI Concurso Nacional de Arte Flamenco en el Gran Teatro con la esperanza de una resolución artística satisfactoria. Aún queda la última jornada, este miércoles, mientras el escepticismo reina en el sentir de los aficionados que están siguiendo el certamen. El martes deparó la satisfacción de presenciar baile de interés.

Competente, pero sin más prerrogativas que las necesarias para cumplir con decoro, se mostró el guitarrista Manuel Montero en su pieza por taranta. Sucinto recorrido por un toque que de por sí puede dar mucho juego melódico, y en el que los guitarristas encuentran el campo abonado para desplegar todo el arsenal técnico que puedan poseer y que les permite mucho juego en la recreación musical. Pero Montero se ciñó a lo aprendido con disciplina, incidiendo en los acentos que determinan la naturaleza de la taranta, sin excederse. Taranta sin la mayor enjundia que la de ser interpretada con mesura. En las alegrías el costarricense afincado en Sevilla se conformó con redundar en el rasgueo que identifica al estilo, anclándose en un bucle formal y esquemático del toque, ciñéndose a básicos detalles técnicos para sustentar un mínimo argumento musical.

Milonga fue el cante elegido por Manuel Montero para acompañar al cantaor Raúl Micó; sugestivo cante en donde el tocaor se limitó a dar los obligatorios acordes y esperar al cantaor, con mínimos detalles de falsetas que pudieran haber realzado el cante. En la intervención acompañando al baile de Cristina Benítez se mantuvo en el mismo plano de simplicidad, ejercitándose solo en el simple y correcto desempeño del acompañamiento, sin otras pretensiones. Respecto al baile por farruca señalar que muy bien pudiera haberse denominado por otro estilo dado que no hubo ningún detalle coreográfico por parte de la bailaora que definiese el baile realizado como farruca, al no ser en la música del toque y el cante de Raúl Micó.

Y con María Moreno por fin baile para respirar hondo y dejarse llevar. Pertrechada por el imponente cante de Enrique El Extremeño y Antonio Campos, el solvente toque de Joselito Acedo y las palmas de Los Mellis, la bailaora gaditana las tuvo todas para alumbrar tres espléndidos bailes engarzados desde la compostura más minuciosa. No pasó por alto detalle alguno que contribuyese a realzar cada una de los bailes presentados, muestra de agudeza sensitiva, refinado gusto y aptitud flamenca. El aldabonazo por tarantos y María Moreno en actitud austera, impregnada por el cante, esbozando el baile en contenido gesto para provocar y desencadenar el palpitante e incisivo zapateado. Tarantos-tangos para una bailaora que se distinguió por su naturalidad estética y precisión técnica. Luciendo bata de cola y mantón en alegrías, la artista gaditana prefijó un retrato de bailaora sin falla. Enarboló con galanura el mantón modelando simbólicas estampas, ensortijada en la bata de cola unas veces, otras en armonioso recorrido por el escenario, en elegante porte. Braceos y ondeantes movimientos de manos, junto al necesario percutir del zapateado redondearon un atractivo baile. La despedida de María Moreno fue por jaleos. Sentada en la silla y bailándose a la vieja usanza, la bailaora derrochó un sin fin de poses y movimientos en la inercia del cante, motivación y enardecimiento. A sus anchas, extendiéndose en sugerentes guiños de baile para la fiesta, sin decaimiento y embriagada de expresividad y garbo en la pose.

El cantaor Miguel de Tolea se presentó al concurso acompañado a la guitarra por Carlos de Jacoba cantando por malagueñas, soleares, guajiras y seguiriyas. El resultado, cantes apocados y con evidentes carencias, tanto en la estructura musical como en la ejecución. Las dos malagueñas de Chacón, aprendidas a través de Enrique Morente, resultaron un despropósito teniendo como modelo al referente inmediato por no citar el histórico. En la sucesión de soleares apolás y de Triana, -Fosforito, Morente, Matrona y Mairena- no pasó de la hojarasca que es falso espejo sonoro. El tránsito por las guajiras y las seguiriyas no hizo más que confirmar que el cantaor se situaba en los cantes desde un precario formalismo sustentado en un enturbiado metal y empañada expresión.

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