Sol de bulla, luna de silencio
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Abierto como el corazón de la ciudad. Claro como el rostro de María. Azul es como su manto. La tonalidad gris está olvidada. Al menos por esta vez. El cielo muestra su más amable cara. Tras un día en el que pretendiera ser protagonista, la mañana es intensa. De nervios y deseo. Alejada la inquietud, renace la impaciencia. Una nueva tarde de emociones está por comenzar. Es ésa en la que la luz batalla con la oscuridad, en la que el sonido alegre pugna con el más estricto silencio. Es la jornada del contraste por excelencia, a la par vida de barrio y pálida -pero brillante- sobriedad. Abiertos están los sentidos para un Lunes Santo que como cada año camina entre la chicotá atrevida aunque bien llevada y la mudez más estremecedora. Sol de bulla, luna de silencio.
Sol del Zumbacón. Barrio es y será con sello propio en la Semana Santa de Córdoba. Ante las puertas de San Antonio de Padua, el cielo parecía más azul minutos antes de las cuatro de la tarde. A esa hora se abrieron las puertas del recinto anexo al templo y comenzaba definitivamente el Lunes Santo. Sin el temor más mínimo y con la sonrisa más amplia. Centenares de personas aguardaban ya ver al Señor que dirige su vista allá arriba. Hechura corporal imponente, Jesús Humilde era coronado y no de espinas. Lucía, por vez primera un Lunes Santo, una clámide. Prenda ésta que le ofrendaron los más jóvenes de su hermandad. La de Santa María de la Merced, lindeza blanca como su manto. La Señora liberadora de penas marchó sobre un paso que mostraba otro estreno: el del respiradero frontal. El bullicio se hacía notar ya, antes de que la corporación dejara su especial toque por cada rincón de la ciudad.
Sol de la Huerta de la Reina. Barrio es y será con sello propio en la Semana Santa de Córdoba. A sus pies lo tuvo una vez más Jesús de la Redención, cuya salida tuvo lugar por encima de las cuatro y media -hora en la que la cruz de guía se colocaba en la calle-. Ya en las primeras chicotás desprendía el misterio que preside ese aroma único de elegante atrevimiento, de finura en la fuerza. La cuadrilla dirigida por Juan Francisco Rodríguez permitió a Córdoba vibrar de nuevo. Como siempre. Al igual que consiguió remover el sentimiento la Virgen de la Estrella. ¡Azul! Azul como el cielo. Azul como su manto. Azul como su palio. Azul que es el verde esperanza del cofrade. La delicadeza de María desde San Fernando desbordó allá por donde anduvo con suavidad. La bulla, bien entendida y expresada, ya era una realidad absoluta.
Sol sobre San Nicolás de la Villa. El centro también tenía algo que decir. Mucho, como cada Lunes Santo. A las seis de la tarde resultaba complicado adentrarse en la calle San Felipe desde el Bulevar. Tres cuartos de hora, más cerca de las siete ya, era del todo imposible. Una multitud esperaba en la plaza del mismo nombre que el templo del que volvió a salir Jesús de la Sentencia. Maniobra que pareciera impensable se hizo otra vez. El bullicio seguía, pero esta vez asistía al reflejo de la seriedad y el porte más elegante, señas de identidad de la corporación. El corazón latió impetuoso minutos después cuando la Virgen de Gracia y Amparo marchó con la mecida imperceptible por momentos de su palio. A su paso por la Puerta de Almodóvar las calles se hacían apenas transitables.
Sol del Campo de la Verdad. De nuevo un barrio que es y será con sello propio en la Semana Santa de la ciudad. El cielo permanecía en un azul hermoso, embriagador en cierto modo. Aún no había comenzado el camino hacia la noche. Y de la parroquia de San José y Espíritu Santo, entre la alegría colectiva, partió la hermandad de la Vera Cruz. Abrazado al madero en que habría de morir por todos, el Señor de los Reyes avanzó como si no quisiera abandonar a su gente hasta el Puente Romano. Estampa irrepetible. En este punto, sin embargo, sufrió la imagen un contratiempo. Uno de sus brazos se descolgó levemente en una levantá. El percance quedó solventado por fortuna, si bien generó un retraso de unos veinte minutos en una Carrera Oficial que hasta entonces se desarrollaba con cumplimiento estricto. Después, los minutos de más casi ni se notaron en torno a la Mezquita Catedral. Quizá sería por el paso de la Virgen del Dulce Nombre, que enamoró nuevamente en su progreso por el entorno del primer templo de la diócesis.
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Y luna. Luna adelantada. Luna que sin estar ya luce. Luna de San Lorenzo cuando el sol aún no se marchó. Sol y luna que acompañaron al Cristo del Remedio de Ánimas. El estremecimiento comenzaba en Córdoba después de las siete y veinte, cuando el Crucificado dejaba atrás el pórtico de su templo, el fernandino irrepetible. Todavía no había terminado el día y de nuevo se daba la imagen a la que aún toca acostumbrarse de ver a la imagen, sobrecogedora como la escenificación sobria y solemne de la cofradía de la que es titular, sin la oscuridad de la noche. Noche que se hizo con el silencio roto por el canto del coro de voces que le acompañaba, al igual que el que siguió a la Madre. La Virgen de las Tristezas iluminó en las tinieblas con su rostro, ése que llevó a pensar otra vez en su frágil fortaleza. Porcelana irrompible, corazón que no deja de latir en el Lunes Santo cordobés.
Luna oscura. Luna mortecina. Luna rasgada. A las ocho y media la noche se resistía a llegar. O más bien el día a partir. Campanas. Quietud. Mudez tras el ruido del bullicio. Oscuridad en la luz. O más bien en la oscuridad. Sonó el silencio. La oración profunda golpeó en las paredes de la plaza de la Trinidad, parroquia ésta desde la que inició su estación de penitencia la hermandad del Vía Crucis. Sello propio, sello inigualable. La escena se repitió. El respeto en las miradas, de negro los hábitos. El rezo rompió. El Santo Cristo de la Salud volvió a recorrer las calles de Córdoba entre una cortina de incienso que es la penumbra misma. Aun en la luminosidad de una procesión que no sólo es inconfundible, sino envidiable. El Lunes Santo se escapó lentamente después. Con la magia del contraste, pero también con esa noche clara. Noche con luna de silencio.
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