Un mes del estado de alarma: la ciudad desde las ventanas
Este martes 14 de abril se cumple un mes desde que el Boletín Oficial del Estado publicó las bases del decreto de estado de alarma. Era sábado. Apenas unas horas antes, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, lo había anunciado en una rueda de prensa, confirmando lo que era el paso más lógico para controlar la pandemia del coronavirus.
El espejo era Italia, donde la enfermedad causaba estragos, y muchos ciudadanos y empresas cordobesas -entre ellas CORDÓPOLIS- ya había decidido echar la persiana y confinarse por adelantado. Esa actitud previsora había hecho que aquel sábado 14 de marzo, la ciudad amaneciera con la misma imagen apocalíptica -e incívica- en las puertas de los supermercados. Apenas unas horas después, comenzaba a detallarse cómo iban a ser nuestras vidas en las siguientes semanas.
Así, a las 14:15 se publicaban los primeros apuntes sobre el confinamiento, que en aquel entonces iba a durar 15 días: se limitaba la libertad de circulación de los ciudadanos solo para lo imprescindible y solo se permitía salir para ir a comprar bienes de primera necesidad, acudir a la farmacia, al médico o al trabajo, para asistir a personas mayores y dependientes y para ir a entidades financieras a operaciones de extrema necesidad. Con la publicación oficial del decreto se despejaron algunas de las muchas dudas.
La principal era qué pasaría si nos paraba la Policía, que, en virtud de la Ley de Seguridad Ciudadana de 2015, la conocida como ley mordaza, podía sancionar a los viandantes que no respetaran las medidas decretadas por el Gobierno. Y los policías han sacado la libreta de colores durante el último mes. La Policía Local, que ofrece datos diarios, ha interpuesto casi un millar de multas por burlar el estado de alarma. Muchas de ellas en los autobuses de Aucorsa, otras en bares cerrados para clientes, otros por hacer la gracia en Semana Santa y cientos por paseos innecesarios y poco solidarios.
Los aplausos
Porque aquellas actitudes contrastaban con las de quienes ya el primer día, el mismo 14 de marzo, rompieron el silencio de la ciudad a las 22:00 para prorrumpir en aplausos para los sanitarios que combatían el virus en primera línea. Aquel primer aplauso, que posteriormente se adelantó a las 20:00, se ha convertido en una tradición diaria. A veces viene acompañado de música, otras de sirenas policiales, pero siempre queda como un gesto de unión de una sociedad que sufre.
Porque este mes ha estado lleno de historias y vivencias inéditas, de puertas adentro y de puertas afuera. De confinamientos solitarios; de habitaciones convertidas en hospitales y cuartos convertidos en escuelas; de casas que el vacío hace enormes y mansiones que los niños hacen pequeñas; de jóvenes que cuidan a sus abuelos y de abuelos que cuidan a sus nietos para permitir el teletrabajo; de enamorados y familias que no se pueden abrazar; de videollamadas a cuatro, a seis o a diez bandas; de paseos obligatorios para quienes no tienen más remedio.
De silencio y de lágrimas. De libros y películas. De deporte, yoga, canciones y versiones machaconas. De una nueva filosofía para una mayoría que tiene la fortuna de poder ver la ciudad desde su ventana.
Los invisibles
Porque en otra parte de la misma ciudad, decenas de voluntarios recogían a los invisibles. Las personas a quienes se les pedía el imposible: confinarse cuando se vive sin techo. Para ellos, el estado de alarma ha supuesto un enorme cambio: el Ayuntamiento les ha habilitado un espacio, el Colegio Mayor Séneca, en el que han pasado gran parte del último mes. A salvo.
Lejos de las calles por las que todavía se ven paseando a los habitantes de ese cuarto mundo, todavía más invisible si cabe, de los asentamientos romaníes. Lejos de las mismas calles que la empresa Sadeco desinfectaba a diario, a veces ayudada por comitivas de camiones de los mismos agricultores que a principios de marzo cortaban las autovías pidiendo precios justos en unas históricas protestas que hoy parece que ocurrieron hace un año.
Pero fueron hace poco más de un mes. Un mes en el que la ciudad ha dejado de sonar igual para empezar a sonar natural. A un murmullo de pájaros y a golondrinas que vuelan raso sobre el asfalto cuyo silencio solo rompen los repartidores de Glovo o Amazon y las ruedas de los carritos de la compra. Al graznido de la fauna que ha tomado espacios que le parecían vetados, mientras la capa de polución que los intoxicaba -a ellos y a nosotros- iba desapareciendo hasta ofrecer imágenes de una claridad nunca vista.
Una ciudad distinta y única que ha necesitado solo un mes para llevar a la reflexión de muchos de quienes la habitan. Por delante quedan semanas de estado de alarma e historias más allá de las ventanas. Lo que está por ver es qué ocurrirá cuando se abran las puertas.
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