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'Cristo yacente'. Mantegna

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Juan José Fernández Palomo

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Sobre la más dura mesa de piedra imaginable reposa el cadáver de un tipo corpulento y guapo. Una sábana lo cubre a medias, es un lienzo insuficiente para calentar la vista del mármol más frío que nadie supo pintar.

La muerte es un desastre y convierte la vida de los otros en un mal trago inacabable.

Mantegna decide que primero nos fijemos en los pies y las manos exangües, que busquemos después el rostro sereno, girado eternamente ya a la derecha, que reparemos más tarde en el pecho, el diafragma hundido y en los genitales inútiles para siempre.

Sí. Pintar es una decisión. El oficio llega luego.

Mantegna nos obliga a mirar al muerto desde la postura de la rana, en cuclillas. Es el escorzo más doloroso de la historia del arte. Es el punto de fuga más certero, porque, no lo olvidemos, de la muerte no hay escapatoria posible.

Quinientos años después, el cuerpo acribillado de Sonny Corleone reposa en la morgue esperando que el funerario señor Bonasera haga su oficio y devuelva el más triste de los favores. Brando, tragándose las lágrimas de padre, se lo pide: “que su madre no lo vea así”.

Esa madre ya estaba a la izquierda en el cuadro de Mantegna. Desolada, junto al amigo triste y a la joven difuminada, posiblemente el personaje más interesante de este cuento eterno.

Mientras en la tele dan Ben Hur o cualquier otro tostón de romanos, yo en Semana Santa vuelvo a la edición remasterizada de El Padrino, cocino albóndigas con salsa de tomate y me acuerdo del Cristo yacente de Mantegna en ese pequeño pasillo de la Pinacoteca del Palacio de Brera, en Milán.

Morirse cada primavera es recurrente, por no decir cansino.

Resucitar no suele estar a nuestro alcance.

Creo. Eso sí me lo creo.

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