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Cristo Amarillo; Gauguin

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Juan José Fernández Palomo

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Me gusta que El Cristo amarillo, de Gauguin, sea amarillo. De alguna manera teníamos que nombrar para la posteridad este óleo que el artista parisino pintó allá por 1889 en Le Poldou, al noroeste de Francia, y que ahora se cuelga en una sala del Museo Albrigt-Knox, en Buffalo, en el estado de Nueva York. Vaya trayecto. “¿Qué es la vida sino una forma de movimiento y un viaje por un mundo extraño?”, se preguntaba el filósofo Santayana en La Filosofía del viaje.

Todo es sencillo en él, todo está afinado y concreto: El crucificado protagoniza el eje vertical del cuadro, ligeramente desplazado hacia un lado del eje horizontal. Cristo está en la cruz, como un icono universal, trazado con esquematismo medievalizante, con los contornos muy marcados y dejando que la calidez de su piel amarilla y el marrón de la madera conforten la mirada del espectador.

Son los colores que usaría un niño, los de su caja de ceras “plastidecor”; tal vez porque Gauguin era un hombre que intentaba viajar a su niñez para abandonar las crisis de su vida adulta; tal vez también porque, como dicen, la época representada es la infancia de la Historia.

Al pie de la cruz se arrodillan tres mujeres. Como en sus rostros apenas se marcan los rasgos, colegimos que su tristeza viene de largo y que se ha convertido ya en serenidad. Pueden ser María la madre, Magdalena y María la de Cleofás vestidas de campesinas bretonas: nos da igual, siempre van a estar ahí en cualquier tiempo y lugar.

Tras la escena principal se extiende el hermoso paisaje de la primavera en la Bretaña con su paleta de naranjas, verdes y amarillos, algún caserío diseminado entre álamos o cipreses y un cielo que anuncia la inminencia de la noche o una tormenta.

Pero, atención, en un plano medio, entre la cruz y las suaves colinas que se extienden hacia el fondo, un hombre está saltando una cerca. Parece huir.

Yo creo que es el propio Gauguin corriendo ya definitivamente hacia su infancia, la que encontraría poco después en Tahití y en las Islas Marquesas donde murió anciano como un niño.

Esta obra, simple y extraña, debería estar impresa en un almanaque de bolsillo sin fechas, y debería dormir así en la cartera de cualquiera de nosotros cuando decidamos irnos a la Polinesia. Para no volver jamás.

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