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Papeles perdidos

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José Carlos León

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“He perdido los papeles”, solemos decir a ese momento en el que no hemos sabido gestionar nuestros impulsos y hemos hecho o dicho algo de lo que nos hemos arrepentido un segundo después, pero ya demasiado tarde. Le puede pasar al más impulsivo, pero también al más calmado. Nadie está libre del riesgo de sentirse arrastrado por un impulso irrefrenable que le hace perder los nervios y “liarla parda”. Y de todo eso hay una responsable: la amígdala.

No, no se trata de esas dos masas ovales que tenemos en la garganta y cuya inflamación provoca la amigdalitis o anginas. La amígdala (que en griego significa almendra, por su forma) es una glándula que forma parte del cerebro límbico y que se encarga de encontrar las respuestas emocionales más adecuadas en cada momento. De hecho, la amígdala es una especie de portero de discoteca que analiza los estímulos externos que se procesan en el hipotálamo y que una vez convertidos en experiencia sensorial son analizados por la dichosa almendrita con dos posibles opciones. Cuando los procesa recopilando toda la información posible, tomándose su tiempo para reflexionar y tomando lo que posteriormente se denominó la vía larga, ese estímulo viaja al neocórtex (la parte más evolucionada de nuestro cerebro) y se generan decisiones racionales y emocionalmente calculadas. Pero cuando el cerebro detecta una señal de peligro se encienden las alarmas de nuestro lado más reptiliano y primitivo, ese que reacciona de forma automática ante un impulso tomando la vía corta y cerrando las puertas a las funciones racionales. La respuesta impulsiva le gana la partida a la lógica, un recuerdo de nuestro pasado menos evolucionado en el que lo importante era responder rápido ante una amenaza por una mera cuestión de supervivencia. Darle muchas vueltas a la respuesta no merecía la pena, porque podía costarnos la vida.

Es decir, que en situaciones extremas la amígdala bloquea la respuesta del cerebro racional cuando éste todavía no ha tomado ninguna decisión y provoca que nuestra reacción sea puramente animal. Eso es el secuestro de la amígdala. Joseph LeDoux, neurocientífico de la Universidad de Nueva York, fue el primero en descubrir la importancia y el peso de la amígdala en el cerebro emocional, y años después Daniel Goleman acuñó el término secuestro amigdalar en su bestseller Inteligencia Emocional (1995) para referirse a esos instantes en los que nos dejamos llevar por nuestras reacciones más primitivas provocando una respuesta ilógica.

https://www.youtube.com/watch?v=5CkAdkCHBls

Todos recordamos el cabezazo de Zidane a Materazzi en la final del Mundial de Alemania 2006, una jugada que dio la vuelta al mundo y que todavía hoy es inexplicable para muchos que no entienden la reacción del ahora entrenador del Real Madrid. Zizou siempre se caracterizó por su elegancia en el juego, su cabeza fría y su señorío en el césped, pero ese día, en una situación de máxima tensión fue incapaz de controlar sus impulsos y reaccionó con una agresión que marcó el final de su carrera deportiva. Y lo hizo con todo el mundo como testigo, respondiendo a una provocación que no supo encontrar una respuesta racional. ¿Y cómo lo hizo? ¿Con una patada, con un puñetazo? No, con un cabezazo, como haría un animal.

Al galo “se le fue la cabeza”, una expresión que utilizamos para ponerle nombre a ese secuestro emocional. Los abogados lo llaman de otra manera y lo utilizan como factor atenuante en determinados delitos: enajenación mental transitoria, un momento de locura que nubla la lucidez para cometer un acto que en circunstancias normales no sucedería nunca, como suele pasar en los casos de violencia de género. Fíjate que en estos sucesos, tras cometer el crimen, los agresores suelen tener dos reacciones muy diferentes: o se suicidan (es decir, a un secuestro amigdalar le sigue otro) o se entregan a la policía (a un secuestro amigdalar le sigue una respuesta absolutamente racional, aunque tardía). Lo ideal sería que nunca se llegara al punto de partida, pero ese es el problema. La respuesta puramente emocional es tan animal e instintiva que el momento de reflexión sólo llega un segundo después, cuando nos hemos dado cuenta de lo que acabamos de hacer. Y entonces quizás ya es demasiado tarde.

El propio Daniel Goleman indicó que el control de impulsos era una de las cinco grandes tareas de la Inteligencia Emocional, y lo interesante es que el cuerpo nos manda señales que nos pueden hacer prevenir esa pérdida de papeles, a veces irreparable: aumento de la temperatura corporal, subida en las pulsaciones, un contexto determinado… Aprendiendo a gestionar la ira podemos identificar esos momentos en los que “nos vamos calentando” y sabemos que estamos a punto de explotar. Gestionar ese impulso depende de si lo frenamos un segundo antes o nos arrepentimos un segundo después.

https://www.youtube.com/watch?v=tJ-Rbgh3ANI

¿Y se puede controlar? Sí, pero requiere entrenamiento. Lo primero que hay que hacer es cortocircuitar el secuestro generando una pausa que permita al cuerpo respirar, oxigenar la amígdala y no presionarla para que tome una decisión acelerada. Las madres nos han dicho toda la vida que contemos hasta 10, aunque hoy sabemos que el cerebro necesita un break de aproximadamente 90 segundos para romper un estado emocional concreto y volver  a la calma. Así generamos una ventana temporal para recordar (del latín re cordis, literalmente pasar dos veces por el corazón) qué queremos sacar de ese momento, qué queremos que pase y sobre todo qué no queremos que suceda, porque en un secuestro emocional siempre queda algo roto, heridas que se pueden sanar, pero no cicatrizan nunca. Finalmente llega el momento de responder, de ejercer la responsabilidad, la habilidad de generar respuestas adecuadas a una situación concreta. Puede que este proceso cueste en principio, pero la vía larga de la que hablaba Goleman es lo que nos diferencia a los humanos de la instintiva y pura reacción animal que hace que perdamos los papeles y mucho más.

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