Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.
¡No es dónde, es cómo!
Según un estudio de Eurofund (2020), el 48% de los trabajadores hemos tenido que hacerlo desde casa durante la pandemia, al menos temporalmente, una cifra que llega al 34% para los que lo hacemos a tiempo completo. En comparación, antes del inicio de la crisis, solo el 15% de los trabajadores realizaban algún tipo de teletrabajo, que por la parte más corta multiplica la cifra en más de un 200%.
La obligación de encerrarnos hizo que de golpe le viéramos algo bueno al hecho de trabajar desde casa, introduciendo el Zoom en nuestra vida y enseñando cualquier rincón de nuestro hogar en alguna de esas múltiples reuniones. De repente vimos que era más sencilla la conciliación familiar, que ahorrábamos tiempo y que podíamos pasar más momentos con nuestra familia, pero todo no era color de rosa.
Pronto, muchos empezamos a sufrir las complicaciones propias de trabajar desde casa. Puestos escasamente acondicionados, la tensión del confinamiento, la convivencia de todos los miembros de la familia en el mismo espacio, la incertidumbre de la situación… A todo ello se unió la ausencia de horarios, el aumento de la carga de trabajo y la disponibilidad permanente, lo que terminó generando problemas físicos y mentales que se fueron agudizando con el paso de los meses.
De repente nos dimos cuenta de que el teletrabajo era hacer lo mismo pero en otro sitio. Lo que en principio parecía hasta una buena idea se convirtió en un caballo de Troya que se nos había metido en casa, porque al final echábamos las mismas o más horas pero en casa, con los niños peleándose, la conexión cayéndose, la lavadora pitando y, sobre todo, con la tensión de los días encerrados haciéndose cada vez más y más notable… El teletrabajo había difuminado de golpe todos los límites entre el trabajo y la vida personal. Ya no había ni siquiera lugar para el descanso. La oficina lo había invadido todo.
En cuestión de un año el teletrabajo ha pasado para muchos de ser una buena idea a ser una mierda, un enemigo del que huir como de la peste, porque para hacer lo mismo, casi mejor estar en el sitio de siempre, que para algo está. Por eso muchos estaban deseando volver a su lugar de trabajo, ver a la gente, tomar café, echar el cigarrito, rajar del jefe y recuperar las rutinas que nos hacen sentir cómodos… pero que también nos convierten en uno de los países menos productivos de Europa.
El teletrabajo ha perdido una gran oportunidad de venir para quedarse, de asentarse definitivamente en nuestras vidas, porque entre otras cosas sólo cambiamos de sitio muchos de los defectos de nuestro sistema laboral: el presencialismo, la medida de las horas al peso, la obsesión de los jefes por saber que sus súbditos estaban ahí, presentes, calentando la silla, y unos horarios marcados a fuego que marcan cuándo estamos disponibles y cuándo no. Como oí un día en una redacción, “nada es noticia fuera de mi jornada laboral”. Con dos cojones.
Por eso quizás la gran cuestión, y ahora más que nunca, no es dónde trabajamos, sino cómo. Ahí, como una evolución natural del teletrabajo surge el concepto de Smart working. ¿Y si aprovecháramos las posibilidades de la tecnología para cambiar la forma de trabajar de las organizaciones? Básicamente, el Smart working busca fomentar el cumplimiento de objetivos, en vez del cumplimiento de las horas laborales. Para ello, se delega en el trabajador la confianza de hacer su trabajo de la forma en que este prefiera, siempre y cuando alcance las metas que se le han asignado. Esto es lo que hay que hacer y para esta fecha. Cómo, dónde y cuándo lo hagas es cosa tuya. Tú te organizas como quieras con tal de que esté hecho. Y sobre todo, me fío de ti.
Resulta evidente que no solo la forma de relacionarnos entre nosotros y con el entorno ha cambiado, sino que también la manera de entender el trabajo y de trabajar. ¿No se nos parte la cara de hablar de satisfacción laboral, de salario emocional, de conciliación y de productividad? ¿No sería esta una buena oportunidad para las organizaciones de adaptarse a los cambios y conseguir que sus trabajadores estén más satisfechos, motivados y productivos? Pues sólo el 27% de las compañías españolas permiten a los empleados el trabajo a distancia, quizás porque no se fían, porque están demasiado ancladas al modelo tradicional o porque no se atreven.
El gran salto hacia el Smart working (siempre teniendo en cuenta aquellos sectores en los que pueda aplicarse) es que está basado en la confianza, en la libertad y en la responsabilidad. Sólo funciona si existe un pacto tácito entre empresa y empleado, en la seguridad de que cada uno va a cumplir su parte. Si las organizaciones tienen todavía mucho que hacer, también es cierto que los trabajadores tenemos mucho que aprender, evolucionar hacia una economía en la que se trabaja por objetivos y proyectos, y no por horas. Así aportaremos mucho más valor, no sólo a la compañía, sino a nosotros mismos como profesionales, porque nuestra productividad ya no estará marcada por el reloj, sino por nuestro talento y nuestra capacidad de hacer cosas sin que nadie esté encima supervisándonos. El problema es que eso puede dejar a mucho flojo en pelotas…
Y lo más importante es que antes o después la tendencia va hacia ahí, porque las nuevas generaciones huyen de las ataduras y no entienden por qué tienen que estar con el culo aplastado en una silla ocho horas viéndole el careto al de enfrente cuando pueden hacer lo mismo donde sea, con quien sea… y quizás en menos tiempo. Por todo ello la cuestión no es dónde, sino cómo. ¿Estás preparado para el cambio?
Sobre este blog
Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.
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