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Me voy

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José Carlos León

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Si eres afortunado, puede que estés leyendo este artículo en el inicio de tus vacaciones o que las estés planeando después de uno de los años más duros de nuestra vida. Puede que estés tan cansado y tan harto que te estés planteando qué será de tu vida en septiembre, o incluso estás pensando que ha llegado el momento de dar un giro y cambiar de trabajo. Tranquilo, no eres el único.

Se estima que más del 60% de los trabajadores en activo quieren dejar su empleo, y muchos de ellos se lo plantean durante estas semanas de descanso y reflexión. Incluso resulta curioso que más del 12% de los empleados que dejan una una empresa lo hagan justo después de su cumpleaños, ese momento de catarsis en que echamos un vistazo a lo que ha sido nuestra vida hasta ahora y, lo que puede ser peor, lo que nos queda por delante si seguimos allí muchos años.

Rutina, mal ambiente laboral, pocas opciones de promoción, escaso desarrollo personal y profesional… Es curioso que en un país con un 20% de paro, el 85% de los trabajadores odie su empleo y que muchos de ellos estén pensando en dejarlo, en pegar la patada e irse cuanto antes. Esa cifra, que sólo deja a un 15% de empleados comprometidos y motivados, puede que nos incluya a ti y a mí, y sólo el peso de las facturas, un afianzadísimo sistema de creencias y el peso social hace que no sean muchos más los que dan el paso final. En muchos casos es el miedo a la incertidumbre, aunque muchas veces esos temores son menores de lo que puede llegar a aprenderse (sobre todo acerca de uno mismo) cuando se da un salto tan importante en la vida.

Es tremendo que algo que ocupa un tercio de nuestra vida nos haga sentir tan mal, que nos empuje a coger la puerta e irnos ¿Y por qué? Según el Harvard Business Review, los tres grandes motivos que hacen que dejemos un trabajo son un jefe que no nos gusta y no nos inspira; la falta de oportunidades de crecimiento en la empresa; o una mejor oferta económica. Aunque ahora cada vez se valora más el “salario emocional”, es decir, todas esas ventajas laborales (horario flexible, opción de teletrabajar, formación interna, seguro médico…) que van más allá del sueldo.

Así que básicamente las personas huimos de los jefes que no nos respetan, de los sitios donde no se nos reconoce, donde no podemos seguir creciendo y desarrollarnos tanto personal como profesionalmente. Es curioso que todo eso sucede en muchas empresas a las que se les llena la boca al hablar de sus valores y de lo importante que es la formación y el talento. Muchas de ellas son las primeras que enarbolan eso de que “aquí todo el mundo es prescindible” y abren la puerta a todo el que quiere irse, catalogado de inmediato como disidente y poco menos que enemigo de la causa.

Los empleados con talento son personas apasionadas. Dar a los trabajadores la posibilidad de desarrollar sus pasiones aumenta su productividad y su grado de satisfacción en el trabajo. Pero muchos jefes quieren limitarse a trabajar según lo establecido. Estos jefes tienen miedo de que se produzca un descenso en la productividad si dejan a los trabajadores expandir su foco de atención y perseguir sus intereses. Se trata de un miedo infundado. Hay estudios que demuestran que los empleados a los que se permite entregarse a sus pasiones en el trabajo experimentan un estado mental de euforia que les hace ser cinco veces más productivos que de costumbre y la Universidad de Warwick señaló que una empresa feliz (es decir, donde sus trabajadores son felices) es un 12% más rentable.

Y sin embargo, muchas organizaciones no terminan de entender que su principal fuerza radica en las personas que la forman, y que el talento de sus trabajadores no es más que el mejor de sus activos, algo a reforzar y premiar. Nadie quiere irse de un sitio en el que está contento, donde se siente respetado, respaldado y valorado. Nadie quiere abandonar un puesto en el que se ofrece desarrollo y opciones de crecimiento, una perspectiva a medio y largo plazo que vaya más allá de la nómina mensual. Pero desafortunadamente eso no sucede en todos sitios y Las Quemadas no es Sillycon Valley.

Esas mismas empresas son las que no terminan de entender que la incapacidad para retener el talento y el aumento en la rotación de la plantilla les hace perder tiempo y dinero enseñando a los que llegan nuevos. Eso sólo a corto plazo, porque a la larga genera una falta de identificación y compromiso, dificultades para crear un equipo de alto rendimiento que se alinee con los valores y la misión de la compañía y, finalmente, la imposibilidad de que se construya eso tan difícil de conseguir llamado cultura de empresa.

Apostar por el talento quiere decir desarrollar las capacidades y competencias de los trabajadores para que sean mejores y lleven la organización a otro nivel, pero eso también nos compete a todos como profesionales. Seamos sinceros: hay un montón de trabajos que puede hacer todo el mundo, pero cada vez son menos sostenibles, lo que nos debe llevar a apostar por la especialización y por convertirnos en imprescindibles para la empresa (incluso si es nuestra, ojo). Ninguna organización quiere dejar marchar a alguien imprescindible, pero hace falta demostrarlo.

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