“Yo creía que...”
En periodismo hay un viejo axioma (ahora otra vez de plena actualidad, en la época de las fake news y la información de usar y tirar) que dice que no debes dejar que la realidad te estropee un buen titular. El gran Rafael Ruiz escribió hace años que un amigo suyo tenía apuntados en su agenda a sus conocidos periodistas en la misma página que a las putas y a los policías, lo que hablaba bien a las claras de la consideración que les tenía. Y es que los viejos redactores han sido siempre personajes turbios, cuyas fuentes solían estar rodeadas de humo y de vasos largos, tintineantes de hielo, mucho antes de que existieran las dichosas y pijas copas de balón. Una conversación, un rumor o una confesión etílica entre trago y trago a altas horas de la madrugada eran suficientes para sacar la noticia, sobre todo en tiempos en los que el acceso a la información no era el de hoy en día y en los que quizás la trascendencia de los medios tampoco era la misma. Contrastar el chivatazo o querer saber más de la cuenta podía dar al traste con un titular sesgado, pero que podía salvarte la peonada y con suerte darte carrete para seguir escribiendo del tema durante días. Lo del rigor y los escrúpulos iba aparte. Ya se sabe que los periódicos tienen la extraña manía de quedarse en blanco al día siguiente, y que la edición de hoy sólo servirá mañana para envolver pescado. Viejas historias de la prensa de papel.
El caso es que eso nos pasa a cada momento en nuestra vida diaria, quizás en otro contexto, pero con los mismos ingredientes. Nos encanta inventarnos historias (sobre todo si implican a otros y nos afectan directa o tangencialmente) que damos por buenas y que preferimos mantener a capa y espada ante el peligro de que nuevos datos las echen por tierra. Relaciones familiares, de amigos, situaciones del día a día en el trabajo… Ninguna de esas situaciones se libra de que con un par de datos y un poco de imaginación armemos en nuestra cabeza una historia completamente creíble –al menos para nosotros- y con todos los elementos para convertirse en una verdad absoluta que justifique nuestras acciones, nuestras palabras y también la forma en la que nos relacionamos con los demás. El mecanismo siempre es el mismo: tomamos algo que haya pasado (o mucho mejor si nos lo han contado, con lo que nos descargamos de responsabilidad), le añadimos una interpretación absolutamente subjetiva y una pizca de ficción más o menos factible, lo agitamos todo con nuestras creencias previas y opiniones y ya está, ya tenemos montada una película que nos sirve para opinar, juzgar y dictar sentencias de todo lo que esté pasando ante nuestras narices. Porque si hace un par de semanas vimos la facilidad que tenemos para inventarnos a una persona, ¿por qué no hacerlo con la historia completa?
La comunicación interpersonal, y por tanto la información y el mensaje que se transmite entre dos o más personas, es como un muro que necesita estar completo para tener todos los datos y que no haya ningún equívoco. Generalmente, a ese muro le faltan algunos ladrillos, bien porque no tenemos toda la información, porque la que tenemos es errónea o porque no nos conviene tenerla toda, vaya a ser que nos enteremos de algo que no casa con nuestros intereses. La ausencia de esos ladrillos, que no dejan de ser datos que nos faltan para conocer la historia completa desde todos los puntos de vista, nos genera una incertidumbre que incomoda enormemente a nuestro cerebro, que desea tener todas las cartas sobre la mesa. Lo más lógico sería informarnos, preguntar o buscar las fuentes que pudieran tapar esos huecos por los que se está escapando la verdad objetiva, pero en la mayoría de ocasiones preferimos cubrirlos con opiniones de cosecha propia, recursos meramente subjetivos que sustentan nuestra visión de esa historia y que por tanto le aportan credibilidad y certidumbre a nuestro punto de vista. Dicho de otra manera, mejor una historia falsa pero bien armada que una real que vaya en contra de nuestra forma de analizar esa situación.
Esto se basa en gran parte en nuestras opiniones y en nuestras creencias. Alguien me dijo un día que las opiniones son como los ombligos: todo el mundo tiene uno distinto y son absolutamente prescindibles. Una opinión es una mirada subjetiva ante la vida, una forma personal e intransferible de analizar las cosas basada en experiencias propias, pero no tiene por qué ser verdad, sobre todo cuando nadie nos la ha pedido u opinamos de algo de lo que no tenemos ni zorra idea. El mundo de las creencias es aún más divertido, porque no deja de ser una idea que nos aporta sensación de certidumbre, y que tratamos de ratificar buscando las referencias necesarias que la sostengan. No tienen por qué ser verdad ni mentira, basta con que nosotros nos las creamos y nos sirvan para pensar y actuar de una manera determinada. De hecho podemos creer algo con una enorme firmeza y estar absolutamente equivocados. “He paseado por el espacio y no he visto a Dios”, dijo Gagarin para justificar el ateísmo comunista, aunque no hace falta que hablemos de creencias religiosas. Lo que crees acerca de ti, acerca de los demás, de tu empresa, de tu trabajo, de la vida… Todo lo que crees (y lo que no) está basado en una idea que te encargas de confirmar día a día con las referencias que sales a buscar en tu vida. Tus creencias no son ni ciertas ni falsas, ni buenas ni malas; simplemente son necesarias para no ir por la vida cuestionándote todo y dar ciertas cosas por hechas, aunque algunas de ellas te estén jodiendo la vida. Plantéate si tu sistema de creencias te está sirviendo para conseguir o acercarte a los resultados que quieres. Si es así, enhorabuena, te está siendo operativo. Si estás lejos de donde quieres, empieza a plantearte que por mucha certeza que te aporte y por mucho que lo des por bueno, tu sistema de creencias sólo está sirviendo para estancarte.
“Yo creía que…” es el inicio habitual de un chisme, de un rumor, de un relato cargado de lagunas y que generalmente va seguido de una disculpa o una forzada rectificación, tratando de arreglar una situación en la que nuestra visión de la realidad, siempre filtrada por una serie de consideraciones subjetivas, nos ha llevado a una interpretación errónea. Todo por no preguntar, por no tener la mayor información posible y por contrastar datos que pueden dar al traste con mi realidad, mi visión sesgada e interesada de una situación concreta. En estos casos el gran problema es la falta de comunicación por alguna de las partes implicadas, o incluso por todas. Lo que no se acuerda y se pone en común es una mera opinión, y una opinión infundada sostenida hasta el fin suele ser la antesala del desastre.
En prensa se dice que “a nuevas informaciones, nuevas opiniones”, un eufemismo para justificar alguna cagada y engancharse a la ola, aunque eso suponga negar y posicionarse en las antípodas de lo que habían dicho o publicado apenas unas horas antes. Ante una información errónea, el afectado tiene el derecho a la réplica, pero también a la rectificación. Algo similar sucede en la vida real, cuando nuevos datos desconocidos en primera instancia nos obligan a cambiar el relato. El problema es que en las relaciones personales, sobre todo si implican a alguien querido y cercano, el daño puede ser irreparable por mucha rectificación que hagamos y por mucho que medio avergonzados digamos aquello de “ah, pero yo creía que…”.
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