Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.
Un año de mierda
Sí, para qué andarnos con medias tintas. Hemos cumplido un año de mierda, una anomalía absoluta, una pesadilla distópica, la peor experiencia para varias generaciones de españoles y un periodo que nos ha marcado y nos marcará para el resto de nuestras vidas.
No trates de encontrar en estas líneas un mensaje buenista y de esperanza, porque no lo hay. Desde las primeras semanas del duro confinamiento de la primavera pasada surgió la pregunta de si aprovecharíamos esta situación para mejorar, como individuos y como sociedad, de sacar lo mejor de nosotros mismos y de unirnos ante la adversidad. Una mierda. Salimos más egoístas, más individualistas y con la sensación de que no hemos aprendido nada de todo lo que nos ha pasado.
Sólo hay que ver las escenas de este fin de semana, con las terrazas llenas como si no hubiera un mañana y los domingueros haciendo peroles vaya a ser que el virus acabe también con la panceta. El periódico El Día publicó ayer una esclarecedora galería gráfica en la que mostraba el ambiente del centro “en un sábado como los de antes del coronavirus”. “Sólo las mascarillas daban pistas de que la pandemia aún sigue”, añadía el texto que acompañaba fotos cuyo mejor pie podría ser “aquí no ha pasado nada”.
Pues sí ha pasado. Llevamos más de 100.000 muertos (900 en Córdoba) y tres millones de contagiados (45.000 aquí mismo, al ladito tuya). Seguro que conoces a alguno de ellos. Las empresas cierran a miles cada día, los parados se cuentan por millones, el PIB ha caído un 11%, somos el país de la OCDE que más ha sufrido los efectos de la pandemia y, lo que es peor, el dolor y la desesperanza se han instalado en muchos hogares donde sólo hay miedo e incertidumbre. Y hambre.
Tampoco es criticable, porque lo que hacemos como sociedad es lo mismo que el gobierno ha hecho con todos como individuos: abandonarnos a nuestra suerte. Mientras en toda Europa se armaban estrategias drásticas y comunes ante el virus, aquí apostamos por 17 versiones distintas de una suerte de ruleta rusa en la que dábamos por hecho que para que la mayoría siguiéramos con nuestra vida teníamos que sacrificar a unos cuantos. Ese era el precio a pagar, y lo asumimos con normalidad aceptando lo inaceptable, mientras cada día palmaban 400, 500 o 600 compatriotas, alguno de ellos muy cerca de ti. El drama hecho número, la estadística del desastre, la zafiedad de lo insensible.
Tampoco hemos tenido suerte. Nos ha tocado el peor gobierno en el momento menos oportuno, una banda de ineptos y sectarios a los que la historia juzgará, ya que parece que el CIS los mantiene indultados con su análisis edulcoradamente manipulado. Tampoco es que los demás hagan mucho para que pensemos que hay alternativas fiables en el horizonte, con espectáculos tan denigrantes como el de esta semana. Nunca se hizo tan grande la brecha entre la gente y la clase política, ni nunca fueron tan dispares las preocupaciones de la calle con las cuitas de los que pisan moqueta. Hasta en eso hemos sido desgraciados. Lo dicho, una mierda.
Qué tiempos aquellos en los que hacíamos palmitas, nos saludábamos con el vecino de enfrente y nos dejábamos anestesiar con el Resistiré de los cojones. Parecíamos tan buenos, tan inocentes, tan sensibles, tan humanos… Una farsa. El mundo post pandemia será mucho más dispar y estará claramente separado entre los que sobrevivieron y los que cayeron por el camino. Esas terrazas llenas del sábado muestran la diferencia entre el que sigue teniendo para su cervecita y al que ya no le queda nada, y no hay término medio. En cada tambor, a siete les sonríe la suerte y a uno le estalla la bala en la cabeza. El mundo será de los privilegiados, y una pesadilla para los que lo han perdido todo. Esto es lo que hay.
Te prometo que muchos días tengo sensación de culpabilidad, porque soy de los que han esquivado la bala, de los que disfrutan de la salud y del trabajo en una burbuja ficticia mientras alrededor hay pena y problemas, muchos problemas. Por eso no puedo encontrar palabras para la esperanza, porque creo sinceramente que no hemos aprendido nada. Cuando la gente sigue sufriendo y la mayoría sólo estamos jodidos porque no podremos irnos a Fuengirola en Semana Santa es que algo falla. Fallamos nosotros.
Salimos más fuertes, decía la propaganda oficial en junio, cuando los aprendices de Goebbles dieron la pandemia por superada. Entonces parecía que todo había acabado y nos las prometíamos felices, pero el caso es que vinieron más olas para llevarse un año de experiencias perdidas, de planes rotos y de historias truncadas. Mira todo lo que tenías previsto hacer, todos los viajes que tenías planeados que se quedaron en proyecto y piensa que has perdido un año de tu vida. Y te prometo que cuando tienes 45 ese es un lujo que empieza a ser difícilmente asumible.
Y lo peor, la gasolina de eso que la OMS ya ha denominado como fatiga pandémica, es que más allá de la vacuna no le vemos el final a esta historia. Por eso es comprensible el hartazgo y se entiende un fin de semana de cervecita y tardeo, un domingo de campo y perol, y que sea lo que Dios quiera. Total, este año de mierda ya no nos lo quita nadie…
Sobre este blog
Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.
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