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Sobre este blog

Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

Admiración

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Admiramos a deportistas, a cantantes, a actores, a profesionales de cualquier ámbito o a personas anónimas que nos merecen un aprecio especial por su talento, por su carisma o por lo que sea. Admiramos a nuestros ídolos, a aquellos a los que nos gustaría parecernos, porque los consideramos grandes, extraordinarios e inalcanzables.

De hecho, en una de sus acepciones, la RAE dice que admirar es “tener en singular estimación a alguien o algo, juzgándolos sobresaalientes y extraordinarios”, mientras que en otra añade que esa consideración puede llegar a “causar sorpresa”.

En efecto, admiramos lo extraordinario, lo que se sale de lo normal, aquello que vemos con extrañeza y que nos parece lejano. Es difícil admirar lo cotidiano, porque precisamente esa cercanía hace que se considere algo usual y apenas digno de mención. Así nos perdemos grandes cosas que pasan todos los días, pequeñas o grandes hazañas de gente anónima que pasan desapercibidas entre la rutina, como si los milagros diarios no fueran tan milagros.

El caso es que tendemos que admirar lo que nos llama la atención, lo que se sale de lo normal y nos sorprende por inesperado y escaso. En el mundo de la normalidad, lo que sorprende es la excepción.

El caso es que si nos vamos a la etimología, admirar viene del latín, con el sufijo ad- y el verbo mirare, es decir, “mirar hacia” o “mirar en la distancia”. Por eso la admiración nos la produce algo o alguien a quien vemos lejos, que nos parece inalcanzable hasta el punto de asombrarnos y convertirse en una referencia externa, en un modelo de comportamiento, pero quizás demasiado alejado para ser una referencia cercana en el día a día.

Quizás admirar a alguien no tenga tanto que ver con verlo como es hoy, sino con el camino que ha recorrido y en lo que se ha convertido. Nos gustaría parecernos a la gente a la que admiramos, pero en la mayoría de los casos nos parece una misión imposible porque están muy lejos, en otra galaxia, en otra realidad paralela a nuestra lucha cotidiana.

El coaching tiene que mucho que ver con la admiración… de uno mismo. Cuando un individuo o una organización se plantea un objetivo, lo declara y empieza a diseñar estrategias para maquinar un plan de acción, empezamos a tratarlo y desafiarlo desde ahí, desde donde ha dicho que quiere llegar, desde lo que ha declarado que quiere lograr. Supone un enorme reto, porque hoy no está ahí, ni de coña, pero si un día quiere conseguirlo tiene que empezar a comportarse como tal, a cambiar sus hábitos, sus rutinas, su lenguaje e incluso sus creencias y su forma de pensar.

Dicho de otra forma, admirar a alguien es verlo en su máxima expresión, hasta dónde puede llegar con el desarrollo de todo su talento y sus competencias. Es mirarlo en la distancia, verlo más grande de lo que es hoy, aunque quizás ni él mismo se lo imagine.

Admiro a quien veo grande hoy, pero con enormes posibilidades de crecer y ser aún más grande mañana. A quien veo con todo su potencial en pleno desarrollo y aún por explotar, a quien declara que quiere cambiar y empieza a dar grandes o pequeños pasos para ello. Admiro a quien puedo ver en la distancia, hacia un destino que hoy le pilla lejos, pero que exprimirá todas las virtudes que hoy atesora aquí mismo.

¿Dónde viene el problema? “Creo más en vosotros que todos ustedes juntos”, le dijo hace poco un entrenador a su equipo en un tiempo muerto, frustrado porque sus jugadores, un grupo de veinteañeros con mucha carrera por delante, no creían que podían llegar más lejos de lo que la clasificación les estaba diciendo en ese momento. Esa es la dificultad, tratar de que el otro vea en sí mismo el potencial que otros ven desde fuera.

Es cierto que el día a día nos agota, nos niebla y hasta nos ciega. Vamos apagando fuegos y mirando al suelo para no pisar charcos o baches, como el caballo de los picadores. Eso nos da suficiente para echar el día, pero nos impide levantar la vista y admirar, literalmente, mirad hacia adelante, en la distancia. Por eso nos cuesta tanto admirarnos a nosotros mismos, vernos lejos, más grandes y diferentes. Y mientras no seamos capaces de ver algo en lo que convertirnos, no daremos el primer paso porque, sencillamente, entenderemos que es un viaje a ninguna parte, sin destino.

Quizás ahora que llegan las vacaciones, que acaba un año difícil y en el que bastante hemos tenido con pelear por sobrevivir, llegue el momento de pararnos cinco minutos y mirar hacia adelante, en la distancia, para vernos a nosotros mismos, para admirarnos y darnos cuenta de hacia dónde podemos ir… si nos atrevemos.

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Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

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