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Hasta pronto, compañero

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Antonio Agredano

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Hace unas semanas murió mi suegro. Una llamada rompió la noche. Luego el llanto de María, interminable y profundo, y las lágrimas de Fidel, que se despertó por el ruido y ya no pudo hacer otra cosa que mirar a su madre con cándida tristeza, intentado adivinar la trastienda de las lágrimas, con pucheros extrañados y un consuelo invisible, cálido y nuevo.

La muerte nunca se anuncia. Aparece como una invitada borracha. Escandalosa y solitaria, tira las copas, se choca contra las mesas y hace comentarios inapropiados. Ríe a carcajadas mientras todos la observan con quietud y congoja. Se pasea con altivez, con siniestra coquetería, y luego desaparece dejando tras de sí un suelo de cristales rotos y una desazón clavada dentro, como una espada en la roca, una pena firme, inamovible, perpetua.

En el tanatorio, tras un día de reencuentros y abrazos, del calor reconfortante del pasado, de una multitud fundida en sal, en anécdotas casi olvidadas, en palabras bienintencionadas, agradables, necesarias, a veces teatrales, a veces secas, pero siempre necesarias; nos quedamos los más cercanos en una pequeña sala, esperando la incineración, apurando unas latas de cocacola. Pensativos, cercanos. Los rostros cansados ya, y grises, cómplices, en el trazo de una familia que supera junta el arrojo de la vida, esta dentadura de sierra cotidiana de cimas y fosas, de euforia y melancolía. Tras un silencio denso, abotargado, de repente, alguien hizo una broma lacia e ingenua, otro liberó una sonrisa, y luego otro. Y otro de nosotros rio aún más fuerte y al rato todos nos desternillábamos sin saber por qué, agotados, sintiéndonos extrañamente culpables, con los ojos enrojecidos aún, y las manos amarradas. Encontramos allí, entre aquellas paredes funestas, un relámpago de felicidad inesperada, una hermandad súbita, como una flor que emerge por la hendidura del cemento en un edificio abandonado. Despidiendo a José María con la armonía efervescente de una carcajada familiar. Un adiós que siempre es un hasta ahora. Porque el futuro es luz e ir hacia delante siempre ha sido la mejor idea.

Mi suegra irá el sábado al Arcángel a ver el partido contra el Sporting. “La ocasión lo merece”, dijo. Hace años que no va, pero ha decidido que era el momento de volver. No hay mucho que celebrar, pensé. Sólo la permanencia. Celebrar la vida de una manera ingenua. Celebrar que las cosas siempre pueden ir a peor. Celebrar que saltamos la boca gutural, el pozo, que no tenemos que hacer noche al raso, que el próximo año la esperanza de jugar de nuevo en Primera luce más verde en la camiseta. Suena conformista, suena mundano, pero llega un momento en la vida en el que uno lanza cohetes por lo que tiene. Sin más. Fanfarria del presente. Sea mucho o poco. Sea vino o gaseosa. Pechuga de pollo o chuletón de buey. Dacia o Mercedes. Figueroa o el Brillante. Somos lo que somos y la felicidad es aún más ciega que la justicia. La felicidad es desdentada, harapienta, esquiva y caprichosa. La felicidad está en todas partes y nunca precisamente ahí donde la estás buscando. La ventura de existir. De tenernos unos a otros.

Si ganamos, la temporada terminará en alivio. En un suspiro que durará un verano. Si nos salvamos, habremos logrado un milagro. Uno más. El Córdoba es un club incapaz de cumplir sus deberes con lo posible, pero experto en asumir con la entereza de un obrero soviético la ardua faena de lo imposible. El Córdoba siempre nos saca una sonrisa cuando la tristeza invade los espacios. En la gris espesura, en la jungla de ceniza, ahí aparece el Córdoba con su inesperado júbilo.

Mi suegro era del Córdoba. Lo cuentan sus hijos con cariño. Mi suegro era de la carcajada espontánea. De la felicidad retorcida, tan cordobesa, senequista y lánguida, del chiste grueso, del guiño en los postres. De dejar pequeños recuerdos inolvidables en mucha gente. Lo encuentro en sus hijos. Esa manera de ser. De encontrar oro en lo pequeño. De seguir, pese a todo. “Mirada larga y pasito corto”, me dijo mi cuñado un día. Pocas frases describen mejor a mi equipo. Aquel penalti que Kieszek le paró al Valladolid o el gol de Aythami para seguir soñando hoy con mantener la categoría. Pelear por cada palmo de hierba. El Córdoba se bebe el fútbol a sorbitos, como si le quemase.

El sábado estaré en El Arcángel. Con la risa enjaulada hasta el final. Con la bufanda manoseada. Con el móvil en la mano para ver cómo van los demás. Descender es mucho peor que bajar a Segunda B, descender es darse por vencido. El Córdoba no lo ha hecho aún. Respira. Depende de sí mismo. No hay músculo más importante que el corazón. El Córdoba ha flotado sobre tablones tras el naufragio. Jesús León ha devuelto la dignidad al cordobesismo. La próxima temporada ya veremos, pero ahora mismo es justo así y hay que reconocerlo. Eramos un esqueleto elegantemente vestido. Éramos una hucha rota. A los González, ni olvido, ni perdón. Ojalá sentir cómo se diluyen en mi memoria.

El sábado tenemos que ganar y celebrarlo. Por los que están y los que no están. Por los que fueron y por los que serán. Que en esta pequeña habitación sin ventanas el cordobesismo estalle en una carcajada entre la tristeza y el cariño, entre el pasado y el futuro, entre amores y desdichas, entre el desahogo y la frivolidad. Que pite el árbitro. Que estemos a salvo. Que veamos a lo lejos el humo, pero no el incendio. Celebrar lo que somos. Una familia que bebe junta, que grita junta, que avanza junta para superar el dolor. Consolándonos las penas o encontrando una turbia felicidad en el instante más inesperado. Directos hacia la luz. La esperanza es reír cuando todo está perdido. Decirle al Córdoba: “Aquí estamos”. Decirle: “Hasta pronto, compañero”, con la mirada enfilando el horizonte y el orgullo asomado a las mejillas.

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