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Un grito atragantado

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Antonio Agredano

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En la vida uno se termina acostumbrando a tratar con indeseables. Esas sonrisas abiertas, esa palmada apasionada en la espalda, y luego toda la mierda vertida en privado, a tu espalda y en tu contra. Los desaires. Los complots silenciosos de barra de bar, de mensaje directo, de cola en el estadio. El mal en la peor de sus facetas, esa que lo convierte en un juguete blando, pervertido, prejuicioso, insondable. Casi anónimo. Y profundamente cobarde. Porque la valentía es airada pero este amilanamiento es subrepticio, líquido y cloaquista.

Hay que vivir con ello. Como se vive con el menisco roto, aunque algunas mañanas el dolor se haga insoportable y cueste levantarse de la cama sin quejarse. Dicen que no ofende el que quiere sino  el que puede, pero no es verdad. No somos tan duros. El que quiere habitualmente puede. Lo hará con torpeza o exquisitez, con flechas con punta de ventosa o con afiladísimos cuchillos, con estrategia de años o con improvisada chapuza. Pero aquel que quiere hacer daño, terminará llegando al objetivo, haciendo temblar al maniquí, haciendo saltar la paja tras la diana.

Ayer comentaba a un amigo que iba a aceptar un emocionante encargo. Su respuesta fue: “prepárate, te van a caer pocas”. Cierto es que en Córdoba, desde pequeño, uno va haciéndose fuerte o insensible. Porque a esta ciudad de guillotinas invisibles siempre le han entusiasmado las decapitaciones. Nadie tira de la cuerda pero todos gritan oh cuando la cabeza rueda por las escaleras del cadalso. Aquí la felicidad siempre va de la mano de la precaución, de cierto temor atávico a enfrentarse a una ciudad hostil, ensimismada en su pasado artificial. A gente que no sale a la calle con tridentes y antorchas, pero que cierran las ventanas con estruendo y cuchichean entre ellos en el confort de la mesa camilla. De dónde viene éste. Quién se cree que es. A mí me va a venir a decir lo que tengo que pensar. Qué sabrá él, que ni siquiera vive en Córdoba.

En Córdoba gusta decir muchas cosas para no terminar diciendo nada. En el laberinto retórico estamos cómodos, aunque extraviados. En los mensajes apuntados. La tensión del arco, la pose, el gimnástico ejercicio de la puntería, pero jamás hacer volar la flecha. Como si con la silueta bastara y no quisiéramos manchar el acero. Es muy cordobés eso de sugerir sin tirar la piedra. Levantar la mano para que todos te vean y luego, mascullando, bajar el brazo y dejar el proyectil en la tierra, al lado de los zapatos. Yo me eduqué irrespetuoso y bocazas. Y a veces me arrepiento. Pero si algo se aprende siendo un gilipollas es que se detecta rápido a otros gilipollas. Somos una hermandad de faltones, malencarados e insoportables charlatanes con lengua rápida y veneno en vena. Ese es mi equipo. El que no sabe callarse, el que baja las escaleras de la razón a saltitos. De tres en tres peldaños. Los que vemos con claridad al que dice, pero no hace, al que habla pero no sentencia. Al que busca refugio en su pandilla para lamerse las heridas. El que quiere hacer daño y termina pidiendo respeto. El que soluciona sus afrentas en corrillos, con indirectas, sin volver a la arena para no mancharse los zapatos.

Aunque no sean de aquí, los jefes del Córdoba han captado la esencia de esta ciudad fratricida. “Son tierras para el águila, un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín”, que escribió Machado. En lugar de disputar la verdad en el ring, en lugar de mirar a los ojos y chocar los guantes, en lugar de jugarse el costado, en lugar de defenderse legítimamente, han decidido purgar, malmeter t dividir. Lo hicieron creando una mesa con las peñas de forma sesgada, precipitada e interesada. Lo hicieron prohibiendo el acceso a fieles abonados cordobesistas amparándose en un código draconiano.

Dice el Reglamento Regulador del Régimen General de Acceso y permanencia en los espectáculos y acontecimientos deportivos organizados o gestionados por el Córdoba C.F. SAD y Régimen disciplinario de abonados, que será sancionada “la creación o promoción, mediante declaraciones, manifestaciones públicas o de cualquiera otra forma (incluidas redes sociales), de un clima favorable a la realización de agresiones o actos violentos”. Luego añade una coletilla siniestra: “o cualesquiera de las otras actividades consideradas como infracción en el presente Reglamento”. Es decir, ancha es Castilla. Ahí cabe, por ejemplo, esta infracción que contempla el reglamento: “insultos a jugadores, árbitros, directivos, entrenadores, empleados del Club”. Resumiendo: cualquier crítica puede llevar a que te retiren el carnet, a que te echen del estadio, a que prescindan de tu voz. Porque insulto es cabrón, pero también pesetero, manipulador, mentiroso o aprovechado. Por poner algunos de los ejemplos que yo he usado en mi cuenta de Twitter. Ellos interpretan y ellos sentencian. Jueces y parte. Hacha o indulto. Nuestro sentimiento en sus manos macilentas.

En la vida uno se termina acostumbrando a tratar con indeseables. También en la propia grada. Los hay a quienes apetece abrazar y los hay a los que giramos la cara. Pero los del palco ni siquiera se ajustan las vendas, los de la zona vip ni siquiera gastan la suela de sus botines. Están ahí, destrozando un club desunido, incómodo, desilusionado y encima se permiten el lujo de poner en la picota a un puñado de cordobesistas con los que casi nunca estoy de acuerdo, pero a los que no les llego ni a la suela de los zapatos. Por sus años en la grada, por su entusiasta e histórica militancia en el pálido ejército blanco y verde. Aficionados que han gritado o llorado, que han lanzado sus puños al cielo o han bajado la cabeza avergonzados. Aficionados condenados a la cárcel de su sofá y no a la ingenua libertad de su estadio. Reos de un club ridículamente gestionado por quienes ni hablan, ni escuchan, ni van, ni vienen, ni saben ni aprenden.

Siento vergüenza y también un enfado cálido. Una agitación que se parece mucho a la indignación infantil, a ese cabreo del pataleo y el nudo en la garganta. Vuelvo a ver el gol de Alfaro y no me conmuevo. Miro la tabla y, aunque estamos temporalmente fuera del abismo, no me emociono. El rayo que recorre mi anatomía tiene un brillo diferente. No es fútbol. Es otra cosa. Más encapsulada y profunda. Quizá sólo un grito atragantado.

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