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El sueño de la tierra

David Val

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Varios libros han caído ya en las muchas horas de autobús que estoy sufriendo por Bolivia y Perú. Según mis cálculos, en las últimas tres semanas han sido más de 120 horas las que he pasado sobre ruedas. Y leyendo y leyendo, he terminado con un clásico que me ha hecho pensar en Andalucía a pesar de los miles de kilómetros que ahora me separan de ella. Especialmente, me he acordado de las aguerridas gentes de Somonte, el SAT y de su incansable lucha. Lean, a ver qué les recuerda...

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Los propietarios de las tierras o, con mayor frecuencia un portavoz de los propietarios, venían a las tierras. (…) Los arrendatarios, desde los patios castigados por el sol, miraban inquietos mientras los coches cerrados avanzaban sobre los campos.

(…) Si un banco o una compañía financiera eran dueños de las tierras, el enviado decía: el Banco o la Compañía, necesita, quiere, insiste, debe recibir, como si el banco o la compañía fueran un monstruo con capacidad para pensar y sentir, que les hubiera atrapado. Ellos no asumían la responsabilidad por los bancos o las compañías porque eran hombres y esclavos, mientras que los bancos eran máquinas y amos, todo al mismo tiempo. Algunos de los enviados estaban orgullosos de ser los esclavos de señores tan fríos y poderosos. Se quedaban sentados en los coches y daban explicaciones. Sabes que la tierra es pobre. Ya has escarbado en ella lo suficiente, Dios lo sabe.

Los arrendatarios, en cuclillas, asentían, pensaban y hacían dibujos en el polvo y, sí, lo sabían, Dios lo sabe. Ojalá el polvo no volara. Si sólo la capa superior no volara…

- (…) Bueno, es demasiado tarde. Y los enviados explicaban el mecanismo y el razonamiento del monstruo que era más fuerte que ellos. Un hombre puede conservar la tierra si consigue comer y pagar la renta: lo puede hacer. (…) Pero, entiendes, un banco o una compañía, no lo pueden hacer porque esos bichos no respiran aire, no comen carne. Respiran beneficios, se alimentan de los intereses del dinero. Si no tienen esto mueren, igual que tú mueres sin aire, sin carne. Es triste, pero es así. Sencillamente es así.

- (…) Los arrendatarios levantaban la vista alarmados. Pero ¿qué pasa con nosotros? ¿Cómo vamos a comer?

- Os tendréis que ir de las tierras. Los arados saldrán por los portones.

- Sí, claro, gritaban los arrendatarios, pero es nuestra tierra. Nosotros la medimos y la dividimos. Nacimos en ella, nos mataron aquí, morimos aquí. Aunque no sea buena sigue siendo nuestra. Esto es lo que la hace nuestra: nacer, trabajar, morir en ella. Esto es lo que da la propiedad, no un papel con números.

- Os tendréis que ir.

- Sacaremos nuestras armas, como hizo el abuelo . ¿Y entonces qué?

- Bueno, primero el sheriff, después las tropas. Si intentáis quedaros estaréis robando, seréis asesinos si matáis para quedaros. El monstruo no está hecho de hombres, pero puede hacer que los hombres hagan lo que él desea. Pero si nos vamos, ¿dónde vamos a ir? ¿Cómo nos vamos a ir? No tenemos dinero.

- Lo sentimos -dijeron los enviados-. El banco, el propietario de cincuenta mil acres no se hace responsable. Estáis en una tierra que no os pertenece. Una vez que la dejéis, a lo mejor podréis recoger algodón en el otoño. Quizá podáis vivir del auxilio social. ¿Por qué no vais hacia el oeste, a California? Allí hay trabajo y nunca hace frío. Allí te basta con alargar la mano ya tienes una naranja, siempre hay una cosecha por recoger. ¿Por qué no vais allí? Y los representantes de los propietarios arrancaron los coches y se alejaron.

Ahora las personas que estaban en movimiento, que iban en busca de algo, eran emigrantes. Las familias que habían vivido en una pequeña parcela de terreno y que habían vivido y habían muerto en un espacio de cuarenta acres, que habían comido o pasado hambre con lo que producían esos cuarenta acres, tenían ahora todo el oeste para recorrerlo. Y se extendían presurosas buscando trabajo; las carreteras eran ríos de gentes y las cunetas a los bordes eran también hileras de gente. Tras estas gentes venían otras. Las grandes carreteras bullían de gente en movimiento.

(…)El movimiento les hizo cambiar; las carreteras, los campamentos a orillas de los caminos, el temor al hambre, y la misma hambre, les transformaron. Cambiaron porque los niños debían pasarse sin cenar y por estar en constante e incesante movimiento. Eran emigrantes. Y la hostilidad les hizo indiferentes, los fundió, los unió: la hostilidad que hacía que en los pequeños pueblos la gente se agrupara y tomara las armas como para rechazar a un invasor, brigadas con mangos de picos, dependientes y tenderos con escopetas, protegiendo el mundo contra su propia gente.

En el oeste cundió el pánico cuando los emigrantes se multiplicaron en las carreteras. Los que tenían propiedades temieron por ellas. Hombres que nunca habían tenido hambre vieron los ojos de los hambrientos. Otros que nunca habían deseado nada con vehemencia, pudieron ver la llama del deseo en los ojos de los emigrantes. Y los hombres de los pueblos y de las suaves zonas rurales adyacentes se reunieron para defenderse; y se convencieron a sí mismos de que ellos eran buenos y los invasores malos, tal como debe hacer un hombre cuando se dispone a luchar. Dijeron: esos malditos son sucios y ignorantes. Son unos degenerados, maníacos sexuales. Estos condenados son ladrones. Roban todo lo que tienen por delante. No tienen el sentido del derecho de la propiedad.

Y esto último era cierto, porque ¿cómo puede un hombre que no posee nada conocer la preocupación de la propiedad? Y gentes a la defensiva dijeron: Traen enfermedades, son inmundos. No podemos dejar que vayan a las escuelas son forasteros. ¿Acaso te gustaría que tu hermana saliera con uno de ellos?

Los oriundos se autoflagelaron hasta convertirse en hombres de temple cruel. Entonces formaron unidades, brigadas, y las armaron… las armaron con porras, con gases con revólveres. Esta es nuestra tierra. No podemos permitir que estos se nos suban a las barbas. Y los hombres que iban armados no poseían la tierra, pero ellos creían que sí.

(…) Y los emigrantes bullían por las carreteras, el hambre y la necesidad reflejadas en sus ojos. No tenían ningún argumento, ningún sistema, nada excepto su número y sus necesidades.

(…) Y esto era bueno porque los salarios seguían cayendo y los precios permanecían fijos. Los grandes propietarios estaban satisfechos y enviaron más anuncios para atraer todavía a más gente. Y los salarios disminuyeron y los precios se mantuvieron. Y dentro de muy poco tendremos siervos otra vez.

Fragmentos de Las uvas de la ira de John Steinbeck. EEUU - 1939Las uvas de la ira

Saquen sus propias conclusiones

Gracias al Colectivo Escuela Libre por su genial resumen (escuelalibre.org)

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