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La revolución paleta

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Manuel J. Albert

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El 23 de junio de 2016 nos acostamos en un mundo distinto. Ese día, nos habíamos despertado con la convicción de que más de dos siglos de avances lentos y constantes en un irregular cosmopolitismo ilustrado, heredero de los ideales de igualdad, libertad y fraternidad internacional, no podían sucumbir ante un grupo de paletos histéricos y malencarados a lomos de un tractor provinciano.

Pero nos equivocamos.

La noche del 23 de junio de 2016 nos fuimos a la cama con un miedo cerril metido en el cuerpo. Tan cerril como el enfado que había llevado a millones de británicos a votar ese día a favor de abandonar la Unión Europea y su idea de progreso, superación de fronteras y garantía de derechos. El Brexit y la apuesta por recuperar el terruño, los muros, la desconfianza y las aduanas, fue el primer aldabonazo con el que la revolución paleta nos despertó a todos.

Cinco meses después, los paletos volvieron a vencer. Lo hicieron en el país más poderoso del mundo, aupando a un ignorante paleto hasta el Despacho Oval de la Casa Blanca. Donald Trump es un ejemplo perfecto del nuevo revolucionario xenófobo, proteccionista y arancelario. Urbanita puro hasta su última capa de tocino, el presidente de Estados Unidos demuestra que el nuevo movimiento no es ni exclusivamente rural ni tampoco ajeno a las grandes ciudades o las más grandes fortunas.

La revolución paleta germina en el enfado de las capas castigadas por la crisis, pero también en los estratos privilegiados que buscan caminos radicales para permanecer en el poder. Aunque esta oleada de agitación se alimenta, principalmente, de los rescoldos de una clase media en vías de extinción y de una clase obrera, agraria e industrial, que se siente abandonada desde hace años. Ambas han pagado el precio más caro de la gran recesión de hace diez años. A cambio, han obtenido más precarización e inestabilidad. Un caldo de cultivo propicio para que bulla con el fuego del populismo y los mensajes sencillos ligados al miedo, el rencor, el odio y la rabia. Si suman los aglutinantes del nacionalismo y el rechazo al diferente, obtendrán el guiso espectacular que ya saboreamos.

De estas forma, la revolución paleta se ha convertido en una entidad poliédrica, franquiciada por todo el mundo y capaz de defender causas que podrían parecer opuestas. Por ejemplo, en España, donde paletos revolucionarios son tanto los defensores del movimiento independentista catalán como del renacido nacionalismo español.

A todos los paletos nacionalistas, independientemente de la bandera en que se envuelvan, les mueven las mismas fobias y filias, nutridas por un perfil de votantes transversales que cruza de izquierda a derecha el espectro ideológico. De esta forma, los ex votantes andaluces de Podemos que hoy apoyan a Vox se convierten en una realidad tan incómoda como la de los partidos internacionalistas de izquierda catalanes que se declaran, esquizofrénicamente, “independentistas sin fronteras”.

La revolución paleta también es, a la vez, nacionalista e internacionalista. Hoy se extiende por Francia en una nueva mutación que le lleva a vestir un chaleco amarillo mientras quema París, entona La Marsellesa y enarbola la tricolor. Los chalecos reivindican mejoras sociales, laborales y salariales, machacados por una globalización económica que en nada les ha favorecido y rechazando todo marco europeo de actuación.

Todo ello hace que la candidata ultraderechista, Marine Le Pen, ya se frote las manos en su idea de aprovechar la revuelta en su carrera al Elíseo y en su oposición a la UE. Si vence, puede cerrarse el bucle paleto iniciado con el Brexit, continuado con Trump, conjugado en catalán por los de la estelada y respondido en español por Vox.

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