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Los peligros de una prensa 'acrítica'

Prensa internacional | PIXABAY

Manuel J. Albert

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Ser periodista no es un oficio sencillo. Has de mantener un precario equilibrio entre el sentido mismo de tu profesión y la necesidad última de garantizar unos ingresos económicos mínimos que te permitan seguir ejerciéndola. Cuando las noticias afectan a personas anónimas como usted, no hay demasiado problema. Pero cuando el protagonista de las informaciones tiene algún tipo de poder o influencia política o económica la cosa cambia. Más aún si con esas capacidades puede hacer temblar la supervivencia de un medio de comunicación.

Como resultado, el hecho de contar historias contrastadas de la forma más objetiva posible -teniendo claro que la imparcialidad pura es un mito y que la visión personal es inevitable- se convierte en un íntimo conflicto cuando el titular y el cuerpo de la noticia afectan directamente a quien al final tiene una de las llaves para financiar tu propia cabecera. Hablamos, normalmente, de un político o un alto cargo de cualquier nivel de la administración pública o del mundo empresarial.

En la cabeza de los redactores, el juego de pesos y contrapesos entre lo que el periodista quiere publicar, lo que finalmente saca a la luz y la necesidad fisiológica de comer, se produce casi todos los días. Sobre todo, si ese plumilla tiene la suerte de trabajar en un medio local.

De ser así, el periodista puede estar seguro de que al riesgo de sentir en el desayuno el cortante acero de la espada económica de Damocles en la nuca, le precederá una llamada del principal ofendido por la noticia, un mensaje de whatsApp o un tuit poniéndole a caldo con más o menos educación. El reportero puede, incluso, almorzar con una bronca analógica tanto en los pasillos de un Ayuntamiento como en la terraza de un bar en mitad de la calle. Y ya, por último, cenar con la correspondiente suspensión de un contrato de publicidad que haga aún más frágil el futuro inmediato del periódico, la radio o la televisión en la que trabaje.

El riesgo crece exponencialmente cuanto más pequeño es el medio de comunicación y más estrechas sus espaldas financieras. Las salidas para un medio que no es de pago y que vive de la publicidad es sencilla: garantizar una alta audiencia para que los anunciantes consideren atractiva esa plataforma a la hora de publicitar sus productos.

Para conseguir audiencia hay dos caminos principales. Por un lado, podemos publicar informaciones honestas y que tiendan a la rigurosidad para convertir al medio en un referente masivo al que acudir cuando se quieran conocer los hechos de manera fiable. La otra opción, menos honrada y que ningún medio reconoce, es recurrir a atajos artificiosos que prefieran agarrarse principalmente a las vísceras y pulsiones más bajas del lector. Es responsabilidad de los periodistas optar por una vía u otra.

Existe una tercera opción que, al final, es la más peligrosa porque vincula la supervivencia de los medios a su total adocenamiento. Es la de escribir al dictado de los que mandan, independientemente de quién mande o qué opción política represente. Se trata de la opción favorita de aquellos que tienen poder pero no demasiados escrúpulos, independientemente de su color político. Y su veneno se ha inoculado en periódicos de todo tamaño y con trayectorias de décadas o pocos años.

Políticos y periodistas compartimos la desgracia de ser las dos profesiones menos valoradas por la sociedad debido, en buena manera, a la dinámica gestada por esa relación enfermiza que no busca sino la supervivencia propia. Y es el caldo de cultivo perfecto para que en las ciudades se expanda el moho del populismo reaccionario que pone en solfa tanto a la política como al periodismo que, aún con argumentos lícitos, sean críticos con los poderosos.

Esta semana, en Estados Unidos, más de 300 cabeceras, grandes y pequeñas, se han unido en defensa de la libertad de prensa y en contra de los ataques de su presidente. Lo han hecho también en defensa de los medios locales de menor tamaño, mucho más débiles contra estos envites del poder. Lo han hecho elogiando a sus profesionales pero en un medio ambiente general que ya les es adverso y que cataloga como fake news (noticias falsas) todo aquello que cuestiona al poder.

Tal vez sea demasiado tarde. Las agresiones de Donald Trump o de Mateo Salvini a medios y partidos cuentan con un enorme respaldo popular que no se entiende sin ese debilitamiento ideológico acrítico previo de las plataformas de comunicación y las organizaciones políticas. Con ambas debilitadas y desmoralizadas, es sencillo redoblar los ataques en esa suerte de neofascismo sin uniformes ni desfiles que se nos viene encima.

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