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Eso no lo controlaba

Manuel J. Albert

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Vuelvo a terminar esta columna en la sala de prensa de la Audiencia de Córdoba donde seguimos el juicio contra José Bretón por el asesinato de sus hijos. Escribo junto a Alfonso Alba, compañero en este medio y colega de las guardias infinitas que ha supuesto la cobertura mediática de este suceso. Interminables horas tediosas a las puertas de la finca de Bretón en Las Quemadillas -donde se supone que Bretón incineró los cadáveres- o en las escaleras de los juzgados provinciales, desde cuyos despachos de Instrucción 6 se dirigió toda la investigación.

Cientos de horas dan para mucha conversación. Y para los periodistas, con tanta vehemencia para fabular como para ser rigurosos, la espera sirvió para construir y deconstruir mil veces al acusado. Ser testigo de cómo la policía se daba una y otra vez de bruces contra los muros de la finca de Las Quemadillas, sin encontrar rastro alguno de los niños; perseguirles en sus rastreos por el río, las alcantarillas, las canalizaciones y los colectores, sin obtener dato alguno; ver sus caras de póker una y otra vez, fue el alimento para convertir la figura de Bretón en una especie de demiurgo maléfico, el tipo que al fin había dado con el crimen perfecto.

“No hay crimen perfecto sino investigación imperfecta”, dijo hace dos días Serafín Castro, el mando policial que dirigió la investigación. El error en la identificación de los restos óseos de la hoguera de la Las Quemadillas, que tardaron 10 meses en revelarse como humanos, viene a dar la razón al policía, ya jubilado.

Pero Bretón nunca se acercó, ni por asomo, al asesinato impoluto e impune. A pesar de sus dotes de manipulación y control, al final, recurrió a la improvisación más pueril para tratar de buscar una coartada, una explicación a lo que había pasado. “Perdí a mis niños en el parque”, repite como una letanía. “Hemos desmontado esa historia tuya”, le espetó castro a la cara en una ocasión. “Es que esa parte no la controlaba”, cuenta el policía que le dijo el acusado en un arranque de sinceridad.

“No es tan listo, es que ha tenido suerte”. Alfonso, a mi lado en la sala de prensa, repite de vez en cuando esa frase. Como en un bufido, como en un suspiro. Tiene razón. Muchos lo pensamos. Aquel monstruo de cuento, aquel malvado de inteligencia superdotada de película que nos habíamos imaginado en nuestras guardias bajo la lluvia, se dibuja ahora como un simple tipo pequeño, maniático, inexpresivo y con serios problemas para parpadear.

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