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The Chinales

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Ángel Ramírez

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Me levanté espeso después de trasnochar y madrugar y con ese cuerpo de figurante que teníamos todos el pasado sábado día del Vía Crucis Magno. Salí a medio día y ya se notaba el bullicio, y no sé si la cerveza que tomé será contabilizada entre los impactos beneficiosos del evento. Miré mi facebook y vi una foto que colgó un amigo en la que Córdoba parecía sacada de alguna de esas series que tanto nos gustan, formaba parte de ese paradigma de ciudad contemporánea y viva que es la idealizada New York. La luz, el estilo, la forma de estar de la gente en un espacio industrial, como si la conversación y la cultura fueran bienes que se producen como la carpintería de aluminio o los sanitarios, todo tenía ese halo cutre y fresco de lo real, eso que tanto echamos en falta en esta nuestra señorial ciudad.

Lo curioso es que yo estuve allí la noche anterior en el preciso instante de la foto, a centímetros de mi amigo, pero no vi aquello. Estamos tan acostumbrados al lenguaje audiovisual que quizás reconocemos mejor las cosas en una pantalla que en la realidad, y sí, había participado de la conversación, pero no tenía ese color, ni ese ambiente, yo estaba distraído y no supe ver en ese momento que aquello hacía que Córdoba pareciera otra ciudad, una de esas que envidiamos porque nos sorprenden, porque son de quienes las quieren hacer suyas. Esa conversación era la de los actores, actrices y público que asistimos a la representación de Oxitocina, de la compañía Epokhe no Teatro, un debate sobre los procesos de creación que se convirtió en una reflexión sobre la libertad, y sobre como la vamos perdiendo a base de pequeñas concesiones, transigimos tres veces seguidas y ya no nos gusta lo que somos.

Pensaba en esa conversación callejera mientras Córdoba se preparaba para los debates bizantinos que tanto le gustan; los unos apoyando esa especie de desfile del orgullo hetero que hizo que muchos descubrieran que por Córdoba pasa un río, y los otros denostando la ocupación del espacio, la apuesta privilegiada de las instituciones por la Iglesia Católica, la vuelta a las esencias siniestras de nuestro pasado. Veo las fotos panorámicas espectaculares en las que Jesús se eleva entre la multitud y no dejo de pensar que hacen más ciudad cien esquinas con charlas improvisadas que esas imágenes que me recuerdan a la Cleopatra de Cecil B de Mille, y que quizás en lugar de imaginar cómo debe ser la ciudad y criticar a los que tienen otra forma de verla, haríamos mejor en hacer lo que no parezca sin pedir permiso pero también sin dar el coñazo.

Perdemos muchas energías subiendo y bajando pasos con imágenes, pero también criticando en las barras de los bares y en los fucking muros de las redes sociales (lo siento, estoy viendo The Sopranos). Así que los que de verdad tienen razón son esos dos estudiantes de la Escuela de Arte Dramático que ante el vacío de un verano de los de aquí escribieron una obra, se la curraron, hablaron con la gente de El Arsenal, la representaron, sacaron las sillas y charlaron en una esquina de Chinales como hacían nuestras madres en las noches de verano (Antonio Blázquez dixit). Así de fácil.

Fotografía de Javier Burón García

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