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Sin cachondeo

Ángel Ramírez

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Un amigo me escribió a propósito del post del pasado martes que compartía la alegría por la creatividad que había desatado el cartel de las fiestas, aunque me matizaba que “ahora bien, y al margen del cachondeo, hay en él una lectura de género en la que no se ha incidido. Y a mí me parece la más interesante”. Leí su comentario y me sentí un poco extraño porque me parecía oportuno lo que comentaba, pero algo de lo que decía no terminaba de funcionar. Lo releí y ya lo supe, era ese al margen del cachondeo. El humor tiene mala fama,

y en el mejor de los casos estamos dispuesto a aceptarlo como animal de compañía o modo de comunicación,

pero ni mucho menos como forma de conocimiento o pensamiento.

El humor se produce cuando se rompe una secuencia

esperada, sea del tipo que sea. Un malentendido, intencional o no con el lenguaje, un resbalón, o un comportamiento sorprendente por cualquier otra causa. Producir la ruptura de ese equilibrio latente en lo real te obliga a buscar sus límites, sus fallas, su fragilidad, y hace al pensamiento más agudo y arriesgado. Yo podía haber escrito un post denominado “De la identidad festiva tradicional a la fragmentación posmoderna” pero, aparte de que no lo hubiérais aguantado la mayoría y eso os honra, estoy convencido de que no habría llegado tan lejos. El humor te hace asumir riesgos, tensar la realidad más allá de lo que sabemos hacerlo, al igual que en condiciones de excitación o terror podemos emplearnos con una fuerza física que desconocíamos tener.

La actitud humorística es paradójica porque te lleva hasta ti mismo obviando lo que cotidianamente eres. Hay una dimensión extática en la diversión en la que actúas motivado sólo por mantener ese breve momento de felicidad, y todo nuestro ser es pura complicidad con ese empeño. Ese momento de dicha no conoce categorías ni consecuencias, y somos capaces de las más brillantes ideas y comportamientos liberados de cualquier fin que no sea contribuir al encantamiento, porque ese encantamiento somos nosotros, su negación es el poder, y el poder siempre es de otros.

Hace unos pocos días estuvimos viendo bailar a Israel Galván en el Gran Teatro. Israel baila como él solo, y es estrictamente así porque no he visto a nadie que se le parezca. Es pura intensidad, reflexión, riesgo, y uno asiste a sus actuaciones acongojado, con los sentidos excitados para entender todo lo que pasa y el alma encogida porque parece que de un momento a otro ese cuerpo se romperá. Hay en él algo de mártir, pero toda esa grandeza lo sería menos sin esas humoradas con las que a cada rato nos alivia, nunca veo más a Israel que cuando tamborilea con sus dedos en sus dientes o se sacude despaciosamente la suela del zapato. Su ironía quizás se dirija también a la tradición, pero yo la veo sobre todo sobre sí mismo, una mirada relativista y sabia que da su auténtica medida como artista.

A mi amigo le respondí que me parecía interesante su comentario pero que no tenía previsto hacer nada al margen del cachondeo, y ahora compruebo que el jodío se ha salido con la suya. Procuraré que no vuelva a ocurrir.

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