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Sobre el brillo de las luciérnagas

Alfonso Alba

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Las bibliotecas están habitadas por el mito. Nínive, Ugarit, Pérgamo, Alejandría, Ulpiana (en el Foro de Trajano), Herculano (Villa Papiro), Ferrara, Sarajevo... Borges contribuyó a su imagen metafórica del infinito en su Biblioteca de Babel. A lo largo de la historia las bibliotecas han reflejado su doble condición de arquitecturas del saber (en su organización interna) e instrumentos del poder (en su función política y académica). Las bibliotecas (y sus diversos catálogos) se anticiparon al contemporáneo concepto de hipertexto. Córdoba tuvo el privilegio de disponer de una de ellas. Esta biblioteca rivalizó, en su momento, con la Bayt al Hikma de Bagdad y con Dar al Ilm en El Cairo. Su vida real fue bastante más breve que su mito (esto suele ocurrir muy a menudo).

Durante el periodo de mayor esplendor (cultural y político) del califato cordobés, fundamentalmente bajo el reinado de Al Hakam II, la Biblioteca califal daba cobijo a un curioso grupo de personas. Uno de los agentes responsables de la recepción de documentos, procedentes de Cufa, Basora, Bagdad o Alejandría, era el siciliano Abbas ibn Amr, seguidor de la corriente heterodoxa de los mutazilíes (que serían duramente perseguidos en el inmediato futuro). El eunuco Talib realizaba el imprescindible trabajo de mantener actualizado (al modo de los conocidos pinakes de Calímaco, el bibliotecario de Alejandría) el listado de los fondos depositados;. Los documentos eran ordenados por el persa Ibrahim al Daylami. El judío Hasday ibn Saprut y el monje Nicolás (proveniente de Bizancio) trabajaban en la traducción de textos de medicina (singularmente tradujeron del griego al árabe la conocida obra De materia medica de Dioscórides Pedáneo); junto a ellos trabajaba el médico Arib al Qurtubí, hijo de un cristiano cordobés converso al islam, escribió en la biblioteca un excepcional tratado de pediatría... Curioso elenco de personajes, tan diversos, que solo una biblioteca es capaz de acoger. En este espacio de saber y poder trabajaban, también, un reducido número de mujeres.

La esclava Lubna, calígrafa y traductora, trabajaba en este lugar; además era experta en cálculo y geometría. La poeta Aisa bint Ahmad ibn Muhammad ibn Qadim, mujer libre y perteneciente a los círculos de poder de Córdoba, ejercía la actividad de copista. Fátima bint Zakariyya ejercía de maestra de caligrafía; era mawla del califa, un estatuto especial de protección otorgado a quienes son de origen converso (y suelen ocultar su origen). Los mawalí siempre aspiraron a establecer lazos de parentesco con las élites políticas y culturales como mecanismo que eliminaba cualquier sospecha (casi nunca les salió bien). La poeta Muzna ejerció tareas de calígrafa desde la misma creación de la biblioteca (en tiempos de Abd al Rahman III). La esclava Radiya alcanzó la condición de katiba, responsable de organizar y mantener la correspondencia. Ser katiba conlleva el uso del sello del califa; un poder que va mucho más allá del protocolario y administrativo. Ibnat Said al Balluti, una mujer libre y de reconocido prestigio en la ciudad (originaria del Valle de los Pedroches), era asidua de la biblioteca como estudiosa de fiqh, jurisprudencia y legislación islámica.

Este texto es un breve inventario de nombres propios que representan una radical excepción. La inmensa mayoría de las mujeres y miembros de minorías no tuvieron ningún protagonismo en esta época (ni en otras muchas). Sin embargo las excepciones existen, aunque representen solo el 0,01%. Sin conocerlas ni reconocerlas se hace difícil la verdad.

Nota: Los alfaquíes conservadores y la inestimable antorcha de Almanzor (Ibn Abí ´Amir) actuaron como insaciables xilófagos y acabaron con el brillo de las luciérnagas. Como termitas, carcoma, escarabajos, polillas y lepismas. La Biblioteca de Córdoba desapareció y con ella la memoria de la diversidad

y una parte (pequeña) de la verdad.

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