Dominique Pelicot y Jean Pierre Maréchal son monstruos. Mucho peor que monstruos, porque quiero pensar que un monstruo no tiene conciencia de serlo. Ellos lo admiten abiertamente ante el tribunal.
Reconocer, como ambos han hecho, que durante años drogaron y violaron a sus propias esposas y a la del otro —hasta actuaban en “equipo”—, ofreciéndolas y subastándolas con una técnica depurada a otros tantos monstruos, es tan impropio de la naturaleza humana que reconozco abiertamente que mi oposición inquebrantable a la pena de muerte se ha resentido unos segundos al escuchar las crónicas de este juicio.
El maestro y el discípulo, que así se consideraban entre ellos, intercambiaban mensajes sobre cómo drogar a sus mujeres, qué dosis era la aconsejable para que no hubiera rastro, e incluso se compartían las fotos de ambas siendo abusadas por otros. ¡Qué decir de esa pléyade de hombres “comunes” y hasta anónimos que visitaban los dormitorios ajenos para abusar de unas esposas inertes, drogadas y ajenas, ante los monstruos oferentes y presentes! Y yo me pregunto: ¿a la mañana siguiente, todos como si nada? ¿A su trabajo, al médico, a llevar a los niños al colegio? ¿Sin rastro de conciencia? ¿Un día tras otro, durante años? La degradación de la condición humana está llegando a tal extremo que me cuesta trabajo desasirme de un turbador pensamiento: el ser humano está mutando hacia la locura como normalidad. No puede ser de otra manera.
Las personas con firmes principios democráticos, que creemos en el artículo 25 de la Constitución, cuando proclama que las penas privativas de libertad están orientadas a la reinserción social y la reeducación del condenado, a veces, durante instantes, dejamos de creer. Hay monstruos que nos lo ponen muy difícil, pues sabemos que nunca habrá ni reinserción, ni cambio, ni reeducación.
Pelicot no cumplirá ni cadena perpetua, pues por los cargos que se le imputan, la pena máxima en Francia serían 20 años. ¡Qué tiempo tan insuficiente para que un monstruo se convierta en un ángel! ¿No creen?
Esta semana ha sido dura. He oído cosas horribles. Y no estaba en Aviñón, estaba aquí, en mi despacho. Los abogados, demasiadas veces, nos enfrentamos e incluso nos codeamos con monstruos. Esos que te miran y cuesta trabajo que la sangre no se te hiele, o esos que percibes enfrente y sabes de su maldad, mientras te preguntas cómo debes actuar para que, al menos, causen el menor daño posible.
No digo que antes no hubiera casos terribles, de esos que nos ponían la piel de gallina, pero sí afirmo de manera rotunda que la perversión humana, la capacidad de hacer daño a otro y de zaherir hasta a los que “queremos”, está aumentando. Los delitos en el ámbito de la familia, con respecto a los hijos —y la utilización que de ellos se hace hasta incluso la muerte—, la violencia contra las mujeres e incluso contra algunos hombres; la violencia, en fin, en el ámbito que debiera ser lo más sagrado para el ser humano —la familia— está alcanzando una escalada de terror y horror que jamás he vivido en los casi 40 años que llevo en esta profesión.
Monstruos siempre hubo, ahora, familiares, muchos más.
Soy cordobesa, del barrio de Ciudad Jardín y ciudadana del mundo, los ochenta fueron mi momento; hiperactiva y poliédrica, nieta, hija, hermana, madre y compañera de destino y desde que recuerdo soy y me siento Abogada.
Pipí Calzaslargas me enseñó que también nosotras podíamos ser libres, dueñas de nuestro destino, no estar sometidas y defender a los más débiles. Llevo muchos años demandando justicia y utilizando mi voz para elevar las palabras de otros. Palabras de reivindicación, de queja, de demanda o de contestación, palabras de súplica o allanamiento, y hasta palabras de amor o desamor. Ahora y aquí seré la única dueña de las palabras que les ofrezco en este azafate, la bandeja que tanto me recuerda a mi abuela y en la que espero servirles lo que mi retina femenina enfoque sobre el pasado, el presente y el futuro de una ciudad tan singular como esta.
¿ Mi vida ? … Carpe diem amigos, que antes de lo deseable, anochecerá.
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