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“Juan, te llevaré a un sitio que te va a gustar...”

Paco Merino

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Así se hacían las cosas en aquellos tiempos. Nadie hablaba de derechos de formación y promoción. Ni de derechos de imagen. Casi ni de derechos humanos. Así se hacían las cosas en aquellos tiempos. “Ven Juan. Te voy a llevar a un sitio que te va a gustar...”, le vino a decir Rafael Campanero al bueno -y no es una expresión de cumplido sino una definición constatable por quienes le conocen- de Juan Verdugo antes de subirle al coche, como en un dulce secuestro, y llevarle a la capital de España. Allí, en las oficinas del Real Madrid, firmó su contrato como futbolista del equipo blanco. Ése era el sitio que le iba a gustar. A principios de los setenta, a Juan Verdugo le cambió la vida. Así se hacían las cosas en aquellos tiempos. Los futbolistas eran privilegiados esclavos, chavales que a los veinte años se vestían con traje para demostrar una madurez de la que carecían. Ahora es el revés. Encuentras a tipos con la treintena bien rebasada que van con vaqueros rajados, camisetas estrechas de amplio cuello, tatuajes en chino y peinados indefinibles.

El caso es que Juan, con su traje y sus ilusiones, se fue del Córdoba con destino al Real Madrid en verano de 1971 porque allí lo llevaron. No fue precisamente por gusto. El club blanquiverde andaba con la tesorería temblona -una constante en su historia- y vio una salida en la venta de aquel chaval originario de Montilla que había deslumbrado en el que iba a ser -ellos no lo sabían entonces- el último ascenso a Primera del Córdoba en más de cuarenta años. Verdugo fue el único, junto a Ángel Torres y Manolín Cuesta, que jugó todos los partidos en aquel memorable curso. Un Córdoba formado por canteranos cordobeses daba el salto al cielo. Repetir esa estampa ha sido una obsesión desde entonces en todos los dirigentes del club, aunque ya fuera por prisa y/o por falta de capacidad gestora, prácticamente todos cogieron la vía más corta: gastar dinero. Los resultados, a la vista están.

Verdugo era lateral zurdo, una pieza apetecible. El Madrid pagó por el 8 millones de pesetas y cedió a dos jugadores: Fermín y Del Bosque. Diez meses después de aquel episodio, el Córdoba descendió y el Madrid fue campeón de Liga. Efectivamente, a Juan Verdugo Pérez (Córdoba, 1949) le había dado un vuelco la vida. Su Córdoba no volvió nunca más a la élite y él se mantuvo en ella durante doce campañas consecutivas. Cuatro con el Real Madrid y ocho en el Real Club Deportivo Español -hoy Espanyol-, donde fue una pieza básica en una época de oro de los periquitos, al lado de su paisano y amigo Manolín Cuesta. Por aquel entonces, el equipo de Sarriá era capaz, entre otras cosas, de meterle cinco al Barcelona, cuya imagen distaba mucho del orgulloso club actual: era un paradigma del victimismo, un grupo acomplejado que se gastaba el dinero en un mesías -Cruyff, Maradona... lo que hiciera falta- con tal de crecer y ser alguien en Europa. Todavía le faltaban veinte años para ganar su primera Copa de Europa, por ejemplo. Era otro fútbol, otros tiempos.

Cayó bien Verdugo en el Real Madrid. Titular desde el minuto uno con Miguel Muñoz en el banquillo, todo un mito. Y con compañeros en el césped como Pirri, Zoco, Velázquez, Grosso, Amancio... Una experiencia brutal. Y nada más aterrizar, campeón. Todo iba bien hasta que al Real Madrid llegó un chaval de 19 años, nacido en Cieza, un pueblo de Murcia, que se llamaba José Antonio Camacho. En la temporada 74-75, el Madrid conquistó la Liga y la Copa y el que después fuera seleccionador nacional había empezado a forjar su leyenda en la banda del Bernabéu. Verdugo no rascó bola aquel curso. Con 26 años -y dos Ligas y dos Copas en su palmarés- se marchó al Español y allí recobró su condición de zaguero zurdo de élite. Nadie le movió del sitio durante el primer lustro como blanquiazul. Incluso llegó a ser internacional absoluto. Fue una historia bella y efímera, un lance que sirve para convencer a quienes no creen en ello que el azar juega un papel fundamental en nuestras vidas.

En abril de 1978, Ladislao Kubala preparaba la lista definitiva para el Mundial de Argentina -sí, el del “gol de Cardeñosa”- y aún no tenía cerrado el grupo. Casi todo lo llevaba ajustado, pero un ramillete de jugadores albergaba esperanzas de engancharse al carro a última hora y acudir a la gran cita. Entre ellos, Juan Verdugo. En un excepcional momento en el Español, el lateral cordobés fue convocado para un amistoso en El Molinón frente a la selección de Noruega. Fue alineado como titular en un once repleto de nombres legendarios: Miguel Ángel, Benito, Pirri, San José, Verdugo, Cardeñosa, Villar -el actual presidente de la Federación-, Dani, Marañón, Quini y Santillana. El héroe local, Quini, abrió la cuenta de una goleada (3-0) que completaron Villar y Dani. Para Verdugo todo fue bien hasta que, a falta de un cuarto de hora, con el partido ya decidido, Miguel Muñoz decidió sacar del césped al madridista Benito para hacer debutar a un jovenzuelo desgarbado, zanquilargo y con una curiosa manera de correr. Jugaba en el Betis y se llamaba Rafael Gordillo. Aquella noche del 29 de abril en Gijón se abrió y se cerró la etapa como internacional de Juan verdugo. El bético inició una carrera con la camiseta roja que le llevó a marcar un récord con más de setenta comparecencias consecutivas. Casualidad, destino... quién sabe. El caso es que así sucedió.

Con 33 años, Juan Verdugo decidió que había llegado el momento de volver a casa. Al Séneca, donde le esperaba su amigo del alma Manolín Cuesta. Y ahí siguió demostrando lo que es: un hombre de fútbol. Igual dando la vuelta de honor al Bernabéu con un título de Liga del Real Madrid que saliendo por piernas de un campo perdido de pueblo ante una parroquia hostil. De San Siro al Municipal de Rute. De las míticas arengas en el vestuario por parte de Santiago Bernabéu a las consignas zafias de algún que otro patán de los que ha tenido que aguantar durante sus tiempos de servicio al Córdoba. Porque, efectivamente, Verdugo volvió a su hogar. Y lo hizo con todas las consecuencias.

Tiene en su poder el récord de menor tiempo de permanencia en el banquillo en la historia del club blanquiverde. Como entrenador titular en una temporada sólo duró dos semanas. El empresario Rafael Gómez, en el apogeo de su fiebre futbolera, le designó como responsable en la temporada 01-02 y le sustituyó con la liga recién empezada por Crispi. Verdugo ejerció labores técnicas en el club en distintas etapas como sustituto y hombre bisagra: 9 partidos en la 88-89 sustituyendo a Campillo, 19 en la 89-90 antes de dejar su sitio a Crispi, 3 en la 94-95 tras sustituir a Crispi, uno entre Perico Campos y Chato González en la 96-97, tres en la 97-98 tras el despido de Pacuco Rosales y 16 en la 2000-01, formando tándem con Rafael Jaén, tras el cese de Sánchez Duque. Que no le hablen de cordobesismo a Juan Verdugo, un empleado modélico.

Lo mismo sirve para dirigir al primer equipo cuando otro lo ha dejado hecho pizcos que como delegado de campo, coordinador de viajes, informador, intermediario o cortador de jamón en peroles de veteranos. En cualquier lugar, Verdugo nunca perdió su estilo y su sello de bonhomía. Le mandaban donde había problemas porque nunca se quejaba. No perdía el tiempo en eso. Se dedicaba a hacer todo lo que podía por poner las cosas en su sitio. Simplemente eso. Corren malos tiempos para quienes colocan en la mesura y la sensatez los raíles para conducirse en la vida. Ahora, cuando la razón la lleva el que más chilla y rectificar no es de sabios, sino de débiles o de tontos, se aprecia con más fidelidad el valor de un hombre cuya trayectoria futbolística daría a cualquiera con menos luces argumentos sobrados para pavonearse. El bueno de Juan sigue siendo el mismo que un día se montó en un coche sin preguntar a dónde le conducían. El presidente le dijo que le iba a llevar a un sitio que le iba a gustar. Y no le mintió.

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