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Oficina infernal

Víctor Molino

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Existen lugares donde no hace falta encender fuego para quemarse. En Córdoba, como en otras ciudades, hay varios puntos. Se presentan como oficinas pero, en realidad, son hornos que sirven como crematorios de esperanzas y chimeneas de desaliento.

No se trata de cualquier tipo de oficinas. Son oficinas llenas de demandas, inundadas de datos y donde cada día afloran cientos de historias independientes dignas de ser retratadas, generalmente en géneros dramáticos.

Esas historias parten todas de una misma situación que, curiosamente, desemboca en otra antagónica. El principio y el final de las mismas es similar. No varía. De hecho, esa es la característica principal para que existan dichas oficinas.

En la puerta, habitualmente, siempre hay alguien fumando. Sea hombre o mujer, esa misma persona no disfruta de su cigarrillo como sí lo pudiera hacer cualquier otra persona. Es un cigarrillo que no genera el humo del placer. Provoca angustia.

En esas oficinas se constatan dos realidades que reflejan la crueldad propia de la vida de ahora. Por un lado, los privilegiados; por otro, los desafortunados. Los primeros, contentos y aburridos a la par. Los segundos, resignados y sin consuelo.

El requisito básico para que existan estas oficinas se fundamenta en que un individuo parta de una situación laboral y acabe sin ella. Les llaman las “oficinas del paro”. La gente acude fundamentalmente para inscribirse, para renovar o para modificar su perfil.

El que recibe en mesa, el funcionario, siempre se dirige al usuario como “demandante”. Este, casi siempre, formula la misma interrogante: “¿Sale algo de lo mío?”. La respuesta, independientemente de a quién haya sido dirigida, refiere algo así: “Está la cosa parada”.

En esas, el “demandante” comienza a arder. Es el momento en que, con el cuerpo en plena ebullición, se constata la desgracia. En ese preciso instante, echa un vistazo a su alrededor envidiando la situación de quien en mesa disfruta de un puesto de trabajo.

Por el mismo motivo, fluye un odio no forzado en contra del sistema. Cualquier coyuntura de felicidad genera rechazo ante una pena interna que abrasa la mente. La oficina, lejos de cumplir con su función, se convierte en un infierno de fácil y obligado retorno que nadie es capaz de apagar.

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