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Un real cuento real

Juan José Fernández Palomo

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el tiempo pasa/nos vamos haciendo viejos (P. Milanés)

el tiempo pasa/nos vamos metiendo menos (A. Calamaro)

Érase una vez una calurosa tarde del 3 de mayo de 2001 cuando un humilde redactor de una radio de provincias recibe el encargo de cubrir la visita de sus majestades los reyes de España al ayuntamiento de Córdoba donde en su planta noble, pasillo y salón de capitulares, se iba a celebrar una recepción oficial con toda la corporación presente y en la que después los monarcas saludarían a la abigarrada muchedumbre (unos cuantos cordobeses y cordobesas que estaban de cruces) desde el balcón, acompañados por la que entonces era alcaldesa de la ciudad.

Corrían tiempos de bonanza económica y optimismo neosecular, gobernaba el reino -no sé si como valido del rey- un señor con bigote y el ministro de cultura era catalán y del Barça (luego acabaría dirigiendo unas líneas aéreas, o algo así).

El motivo de la regia presencia era la inauguración de la gran muestra “El esplendor de los Omeyas cordobeses”, organizada por la Fundación Legado Andalusí; por eso, algo más tarde, toda la comitiva se trasladaría a Medina Azahara, una suntuosa y expoliada ciudad del pasado, para encontrarse con una joven pareja de príncipes provenientes de la misma tierra original de la dinastía que un milenio atrás llegó hasta las faldas de Sierra Morena desde Damasco.

El humilde redactor, mutando su habitual costumbre, vistió con chaqueta -aunque sin corbata- y pasó una agradable velada en el ayuntamiento pendiente de lo que allí se decía -de lo cual ahora no se acuerda- y viendo como la alcaldesa, siguiendo tradición y protocolo, le entregaba el bastón de la ciudad al rey y dejaba de ser alcaldesa mientras su majestad estuviera en el municipio. Años más tarde aquella alcaldesa dejó de ser alcaldesa del todo, sin visita de rey ni nada.

Para acceder al edificio municipal que tan bien conocía, el humilde redactor aquel día tuvo que mostrar una acreditación a unos señores de negro que había en la entrada y observar cómo un simpático perrito le olisqueaba la bolsa de dinámico reportero: hecho que le hizo aumentar la sensación de que estaba ante una cosa de importancia.

En la propia casa consistorial, los reyes y su comitiva fueron agasajados con una merienda compuesta de té con hierbabuena y diversos pastelillos perfumados de almendras y canela creados para la ocasión siguiendo tradiciones de morería.

Luego, los reyes se encontraron con aquellos príncipes de Oriente: el apuesto Bashar, hijo de Hafez, el león de Damasco, y su esposa, la hermosa Asma, ambos educados exquisitamente en universidades británicas y dueños de unas formas y modales diplomáticos envidiables. Él, además, prestigioso oftalmólogo; ella, experta en informática y diplomada en literatura francesa.

Nuestro humilde redactor comprobó que entre aquellos reyes y príncipes había muestras de afecto y discursos cruzados de admiración: el oftalmólogo alababa al rey del bastón por su pilotaje de una cosa llamada “modélica transición”, y el del bastón ensalzaba la refinada estirpe a la que pertenecía el príncipe oculista sin dejar de mirar de soslayo las torneadas pantorrillas de la hermosa Asma. Pero el redactor también se percató de la seriedad y la pinta algo patibularia de los miembros de la guardia que acompañaba a los príncipes.

Hoy, más de un decenio después, aquel rey del bastón camina ayudándose con muletas de última generación, mientras que el príncipe es ahora sultán, o algo así, y ha sustituido el inocuo florete de la diplomacia por la flamígera espada de los misiles blandiéndola sobre su pueblo.

¿Y el redactor? Pues el redactor ya no es exactamente redactor y, además, ha unido a su estrabismo y su miopía una presbicia galopante. Así que necesita un buen oftalmólogo.

Y colorín colorado, este cuento no hay dios que lo acabe.

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