Una de piratas
En sus rutinarias tareas de intendencia doméstica, nuestro protagonista, un habitante terrícola de raza caucásica blanca natural de Córdoba, España, decide acudir por la tarde al supermercado del barrio para hacer la compra semanal.
Cosas de higiene del hogar, baño, leche, café, pan de molde, perecederos, antimosquitos, pasta, arroz, fruta, verdura... en fin.
En un momento dado dirige su carrito con habilidad hacia la zona de pescadería y congelados. Elige filetes de panga (procedencia: Índico. Ultracongelado en origen) que no tiene espinas, se cocina fácil, se come bien y le gusta mucho a sus hijos. A muy buen precio. También una bolsa de anillas de pota -sí, se llama pota, siempre le hace gracia ese nombre- (procedencia: Índico. Ultracongelado en origen). Le gusta que los productos lleven esas etiquetas, le da una especie de tranquilidad. Cree recordar que eso tiene que ver con la “trazabilidad” de los alimentos porque lo ha visto en un documental, y eso es bueno.
Nuestro protagonista sabe situar el océano Índico en el mapa porque tiene una cultura media y sabe que a esa masa de agua se asoman, entre otras, las costas del cuerno de África. Y que allí hay un simulacro de estado que se llama Somalia.
Como también es curioso, consulta la prensa con asiduidad y hace unos días leyó que, según un informe de la FAO, la agencia de Naciones Unidas para la alimentación y la agricultura, en Somalia cerca de 258.000 personas, la mitad niños menores de cinco años, murieron de hambre entre 2010 y 2012 a causa de una grave crisis alimentaria tras una hambruna de seis meses, agravada por una sequía histórica en la zona y por una situación de permanente guerra civil en el país desde 1992.
Nuestro protagonista conserva memoria y se acuerda de que la parte del mundo al que pertenece ha hecho bien poco o bien mal por paliar ese terrible holocausto. Y se acuerda, también de que -que él sepa- las autoridades del país al que pertenece ha destinado, o aún destina, presupuesto y personal para la protección militar o policial de los grandes barcos pesqueros que faenan por la zona, al parecer temerosos de los piratas que pueden abordarlos desde unas pequeñas embarcaciones llamadas esquifes, o algo así.
Barcos que le traen los filetes de panga y las anillas de pota (es que el nombre es muy gracioso) prácticamente hasta el supermercado del barrio.
Sus hijos ya han cenado pescado y un yogur y ya llevan un ratito durmiendo en su habitación.
Nuestro protagonista les da un beso, les arropa y les apaga la luz. Cuando abandona la estancia, antes de cerrar la puerta, observa que en el fondo, encallado en un rincón, se empotra de lado el barco pirata de los clics de famobil.
Alguien ha debido darle una patada porque los piratas yacen bocarriba sobre la cubierta de plástico.
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