Cae la lluvia en la tarde y yo cocino una fabada. Como si todo esto fuera la primera vez. Una cosa lleva a la otra: la primera borrasca suave y el primer puchero de un otoño más.
Terminaré la fabada y yo me iré a dormir. No sé qué soñaré. Reposaré yo y reposará el guiso, y mañana será otro día.
Cocino la fabada con un compangu asturiano que me han regalado, con su panceta y su chorizo ahumados, y su morcilla y sus alubias de temporada, suaves, grandes, preciosas. Y un poco de azafrán a media cocción. Las “asustaré” de vez en cuando con agua fría porque es lo suyo y porque es Halloween.
La hago a fuego lento en mi vieja vitrocerámica –poco sostenible- porque no pienso en el precio del megavatio y en eso soy un consciente inconsciente, como tantos, y me importa hoy un pimiento.
Mañana, Día de los Santos, me comeré mi fabada acordándome de ellos, de mis muertos: mi padre, mi madre, mis abuelos, un amigo, Leonard Cohen, Aute, Enrique Morente y algunos más, menos Franco Battiato, que se ha reencarnado en algo, creo.
También, llevándome la cuchara a la boca, tendré un recuerdo para vuestros muertos. Algunos coincidirán con los míos.
Me zamparé la fabada en mi comedor con las ventanas abiertas y oliendo a tierra mojada, tierra que espero sea leve para muchos y muchas, y es posible que se me escape una lágrima porque soy un sentimental.
(Por cierto; la mejor fabada que he probado es la de mi amiga Montse, que es una mujer tan adusta y graciosa como una asturiana debe ser. Y vive a dos pasos de La Tendillas, lo que explica la laxa interpretación que tenemos de eso del “nacionalismo”).