Vivimos en tiempos melancólicos, en los que pareciera que andamos siempre a la búsqueda de un paraíso perdido. Un estado de ánimo, que es también político, y que por lo tanto es aprovechado por derecha e izquierda para conducirnos, de distintas maneras, a una quiebra de la democracia. Es como si de repente no tuviéramos alternativas, solo la nostalgia de un orden perdido y la espera permanente de la catástrofe. En este contexto, se me antoja más necesario que nunca el arte, la creatividad, la cultura en general, para una vez más salvarnos sin necesidad de mesías. Es decir, para revelarnos la fragilidad que deriva de nuestra humana naturaleza, el pasar de nuestros cuerpos y la inevitable fugacidad. Es ahí, en ese triángulo tan dado a la poesía, donde radica la belleza más rotunda. La que la palabra, y la narración, y el arte en general, se empeñan en urdir como celebración del devenir que somos. Presente que se está yendo, utopía desde la que es posible imaginar en lugar de fantasear.
Hay mucho arte en esa singular película, a la que tanto me cuesta poner adjetivos, que es Los restos del pasar. Luis (Soto) Muñoz y Alfredo Picazo han sido capaces de reconstruir ese espacio emocional que es la infancia, pero también todo un paisaje y un paisanaje, en el que tan fácil nos resulta reconocernos a quienes nacimos y crecimos en pueblo parecido a Baena, que es donde se desarrolla la historia. Educados en las tramas fabulosas de los templos y en las tradiciones que, más allá de lo religioso, sirvieron para crear comunidad. Pueblos de ángeles y de pan con aceite, y de calles encaladas, y de puertas siempre abiertas al campo. Donde siempre había lugar para el misterio y por lo tanto para crear (y para temer). Huertos de olivos y cortijos con gallinas. Aunque a primera vista, Los restos del pasar pudiera parecernos un ejercicio sofisticado de nostalgia y una reivindicación, ahora tan de moda, de un mundo rural idealizado y romantizado, la película va mucho más allá de ese etiqueta facilona y, como si fuera una milhoja, nos ofrece todo un puzle emocional que tanto nos dice de este Sur que habitamos, de nuestra identidad y también de la necesidad tan humana de buscar, bien en los dioses, bien en las manos que crean, un argumento para la esperanza.
Esta sorprendente película, que juega no solo con el blanco y negro, que solo en momentos puntuales transmuta en un color milagroso, sino también con los sonidos y hasta casi con los olores, nos permite recorrer un itinerario que es de iniciación a la vida o, lo que es lo mismo, de descubrimiento de lo fugaces y frágiles que somos. Una carencia frente a la que un fenómeno como la Semana Santa, en pueblos como Baena, o como en el mío, y más allá de lo religioso, se alza como performance del drama de la vida, de la muerte y de la resurrección diarias, de la celebración de lo colectivo y de representación, en suma, de la llagas y heridas que compartimos. Hay en la película de Muñoz y Picazo mucho casi de documental etnográfico, pero también de fábula con tintes fantásticos, de relato costumbrista y hasta de historia de amor múltiple. La que detectamos en los ojos inmensos del niño protagonista, la que se teje en su relación con el pintor que le anima a imaginar, la que nos transmiten las manos que preparan dulces o hacen artesanía.
Los restos del pasar, en la que he visto también a mi abuela Carmen haciendo pestiños, a las calles de mi pueblo con ese blanco y negro en el que yo sigo recordando en gran medida mi infancia, o a los terrores que yo sentía en mi cama de niño raro, es un ejercicio exquisito de memoria y una vindicación luminosa de esa matria en la que forjamos buena parte de quienes somos. Además, y aunque nunca lo explicite desde lo lúgubre, es también una mirada sureña sobre la muerte y sobre las promesas de las religiones, sobre la celebración de la vida que cada primavera acaba en muerte. El gran acierto de sus creadores es presentarnos esta propuesta sin caer en el riesgo de la nostalgia romanticona, o del producto manufacturado para ser lanzado pongamos en Fitur. Por el contrario, estamos ante una película que, con su aparente sencillez, nos abre en canal, para mostrarnos las heridas que arrastramos desde la infancia, la belleza que tanto tiene que ver con lo que suman manos diversas o la fecundidad de los encuentros intergeneracionales. Una propuesta casi revolucionaria en estos tiempos tan narcisistas y bobalicones, frente a los que las manos que vemos en pantalla – oscuras, con surcos, trabajadas, manchadas, ásperas pero tiernas – nos ofrecen una salida del laberinto. Las manos que amasan dulces, las que cosen e hilvanan, las que cincelan y adornan con flores. La femenina ética del cuidado sin nombre en las alacenas de nuestras abuelas. Los ángeles de la casa y los dioses de la taberna. La potencia de lo masculino en un mundo en el que todo estaba perfectamente dividido en dos esferas. La esperanza que siempre reside en la mirada de un niño que empieza a descubrir dónde reside lo divino y dónde lo humano. Ese que tiene en sus manos, siempre la manos, la posibilidad de tejer con los restos del pasar un futuro posible, deshaciendo, si hace falta, las herencias. De la misma manera que en su día imaginó a un burro con alas.
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