Cuidado con la curva de Laffer
No podemos inventar el dinero
Seis años antes de que Ronald Reagan perpetrara su revolución neocon de la mano de Thatcher, cuatro tipos influyentes se sentaron a cenar en un exclusivo restaurante de Washington. Dos se hicieron famosos treinta años después a cuenta de la Guerra de Irak: Dick Cheney y Donald Rumsfeld. El tercero era un periodista de Wall Street Journal y el cuarto un joven economista de Chicago llamado Art Laffer.
Dick Cheney era entonces secretario de gabinete del presidente de EEUU, cuya economía atravesaba una crisis de caballo. Y quería escuchar las extravagantes teorías del audaz economista, según las cuales la bajada de impuestos acelera la recaudación fiscal de forma inversamente proporcional. Laffer cogió una servilleta de papel y dibujó una curva que demostraba (supuestamente) que la subida tributaria desincentiva la inversión, enfría la economía y provoca un descenso notable en los ingresos públicos.
Aquella histórica servilleta acabó en un museo y se convirtió en dogma intocable de la religión neoliberal que aún hoy, 60 años después, gobierna la teoría económica contemporánea. Tanto que podríamos decir que el señor Bellido duerme con la curva de Laffer debajo de la almohada desde que tomó asiento en el sillón más noble de Capitulares.
No hay trimestre en que el señor alcalde no recorte los impuestos y las tasas municipales en beneficio de la economía global y el bienestar de sus vecinos. Por esa razón, ha resultado desconcertante que la semana pasada se presentara con un basurazo del 35% de aumento que casi nos quita el hipo. “No podemos inventar el dinero”, declaró en un ataque de pragmatismo monetario uno de los más fieles seguidores de la servilleta de marras.
¿Qué ha podido pasar para que uno de los axiomas más ingeniosos del pensamiento mágico se venga abajo? ¿Acaso se ha pinchado el señor Bellido con la curva de Laffer en mitad de la noche? Cualquiera sabe. De otra manera no se entiende este volantazo incomprensible en política fiscal de una teoría que cambió la historia económica del mundo aquella cena venturosa de Washington.
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