Un cambio de era
Contigo, Jenni, y con todas
Nuestra generación nació a la vida con una pelota en los pies. Todo lo que vino después se fue organizando en un orden jerárquico inferior. El colegio, las notas, el bocadillo, los deberes, la ducha del sábado, el Tío Aquiles y hasta los Juegos Reunidos Jeyper. Todas esas actividades eran complementarias de la primera. El fútbol era la vida porque la vida era el juego y el juego era la forma menos traumática de abandonar el paraíso amniótico y salir a cuerpo descubierto a un planeta hostil.
Consecuentemente, el centro del universo era un balón de reglamento y dos piedras en el suelo simulando una portería. Todo el cosmos cabía en las cuatro paredes del patio trasero del bloque. En aquel espacio infinito donde aprendimos a celebrar los goles y a llorar las derrotas. El fútbol era la vida, pero también era la muerte. Un mecanismo darwiniano de selección natural, que eliminaba sin contemplaciones a los incompetentes y a las niñas.
A los primeros, la gramática androcéntrica los denominó mariquitusos. O, en el mejor de los casos, raritos. A las segundas, marimachos. De manera que el fútbol se convirtió en un coto privado y en un catalizador de las virtudes masculinas: la bravura, la destreza, el coraje, la competitividad, la fortaleza, el dominio. En resumidas cuentas, la virilidad. Un hombre que no supiera darle tres patadas al balón era una birria de hombre. Lo que el Fary denominó con una precisión de cirujano como el hombre blandengue.
Las mujeres fueron apartadas del fútbol por la misma razón que mucho antes fueron expulsadas del edén bajo el pretexto indescifrable de la manzana y la serpiente. Es decir, por ser mujeres. Y el fútbol se reveló, con el paso del tiempo, como el penúltimo refugio del machismo carpetovetónico. Solo hay observar una asamblea de la Real Federación Española de Fútbol para saber de lo que estamos hablando.
El caso Rubiales es la catársis que necesitábamos para entender que nos encontramos ante el choque de dos placas tectónicas. Un mundo que no acaba de morir y un nuevo tiempo que está a punto de nacer. Por eso, el gol que marcó Olga Carmona en el minuto 28 de la final del Campeonato del Mundo representó mucho más que una simple victoria deportiva. Fue una victoria política. Un acto de rebeldía. Un cambio de era.
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