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Érase una vez Villa del Río...

Alejandra Vanessa

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Érase una vez un pueblo en el que los días tenían como treinta y siete horas, transcurrían leeeeeeentos y en paz, la vecindad era una casa abierta, vivían contigo la vida, y la familia un bote super glue que ocupaba todos los vacíos. En Villa del Río nació Manuel, el niño más feliz y entusiasta que jamás nadie podría si quiera imaginarse. Así fue hasta el día en que tuvo que marcharse definitivamente de Villa del Río. Aquella mañana de Todos los Santos, una nube de añoranza nubló cada rincón, el apeadero, la gran cuesta que llevaba a la Virgen de la Estrella, el margen del Guadalquivir... pero la neblina pronto mudó en amor y nostalgia.

Definitivamente Manuel fue un niño de lo más feliz ¡y mimado! Al modo de los hogares asturianos o gallegos, en el suyo regía el matriarcado por partida doble con su madre y su abuela. Las mujeres eran una institución en la casa, todas las cosas rondaban entre ellas dos, y su esencia impregnaba todas las estancias. Como el mayor de los tres hermanos -aunque el tercero llegó allá por sus dieciséis años- era el primero y favorito de la abuela. 

Todo giraba en torno a él: una lo cogía y la otra lo soltaba. Al llegar de la escuela le preparaban la merienda, un canto con aceite que le sabía a gloria “y si caía chocolate en papel de traza ya ni te cuento”. En verano el baño en el pilón y si era tiempo de frío a calentar agua con la temperatura perfectamente estudiada. Los cuidados y atenciones lo sobrepasaban todo y siempre, hasta que falleció su abuela durante los años de mili. Manuel perdía a una de sus dos madres, como un guantazo con la mano abierta que te deja durante un largo rato un dolor constante que parece que nunca se irá.

Gran parte de su infancia vivieron en las inmediaciones campestres a Villa del Río, a tres kilómetros. Eso lo aisló un poco de la convivencia de juegos, aún ahora no suele jugar en equipo. Construía castillos y montaba fuertes militares. Desde los cinco años inventaba sus propios juegos: con cajas de zapatos fabricaba pasos de Semana Santa, montaba una hilera y las rodilleras se las destrozaba cuando los paseaba tras de sí por las piedras “y no veas cómo tenía que avanzar”, “yo no sé dónde has visto el juego ese, hijo”, se sorprendía su madre. Y como no hay mal que por bien no venga, Manuel se convirtió también en un gran lector. Cada vez que su madre le traía un cuento de la compra era una fiesta. Y cuando iba a las zonas urbanas, así entendía al pueblo, lo vivía intensamente y con mucha ilusión.

Lo que más caracterizaba a Manuel era justo esa intensidad, la pasión que ponía en todas las cosas, desde el paso de las estaciones del año hasta el camino de vuelta a casa. Tenía una obsesión loca por la televisión, la veía en casa de amigos que lo invitaban a merendar, “la serie locomotora”, y decía para sí  “el día que yo tenga televisión en mi casa seré el hombre más feliz del mundo, será el día más feliz de mi vida”. Y hasta ese deseo lo vivía con lo intenso de las grandes revelaciones.

El día del santo de su madre, que era el de su abuela, era distinto, uno de los más especiales del año. Las mujeres preparaban un almuerzo especial y esperaban ansiosos la merienda con algo dulce, todo casero, y las visitas de la familia y los vecinos más allegados.

Las fiestas grandes del pueblo las disfrutaba incluso con más ilusión que los reyes. A finales de agosto iba con los dedos contando los días que faltaban para la semana de Feria. Y la víspera una hormiguilla muy parecida a la de un beso furtivo le recorría el estómago. Con los amigos iban semanas antes a ver si estaban poniendo ya las cosas, a ver qué quedaba “¿tú te has llegado esta mañana?”, “pues han puesto esto, lo otro, ¡están montando la tómbola!”. Una ilusión que no puede compararse ni al viaje más rocambolesco que a uno pueda prepararle la mejor agencia de viajes.

Sin embargo, en algunas ocasiones, estos días felices se empañaban del luto por un familiar cercano. Desde la perspectiva del tiempo, Manuel recuerda todo muy exagerado, aquello le marcó desde el daño, “si había un luto cerca de Feria o Navidades se acabó todo, para un niño de siete años también”. El primer árbol de Navidad lo inventó él con ramitas del río. Con papeles de colores de los mantecados hizo lacitos que colgó en las ramas. Con tan mala suerte que el mismo 24 de diciembre murió el abuelo paterno murió. Su padre, hombre bueno y comprensivo, se percató de lo importante que para Manuel era el árbol y lo mantuvo un par de días. En su comunión el fallecimiento de un tío convirtió su gran ilusión por comulgar en un momento más bien tristón, “comulgué y para casa”. Las mujeres pasaban todo un año sin salir ni a comprar, por eso las vecinas iban a preguntar si les llevaban algo, ¡ni se limpiaba la puerta de la calle! Hasta el televisor cumplía luto y se le cosía una funda para evitar la tentación de encenderlo, de forma que a veces cuando iban a conectarlo no funcionaba porque se había rojo algún pilotillo y había que llevarlo al técnico.

La suma de pequeños detalles hace que tu vida no sea la misma, eso es Villa del Río para Manuel. Suenan las campanas porque se acerca el tren de las seis de la tarde. Los viajeros a Barcelona se apean, fuman un cigarrillo antes de volver a subir,. En el otro extremo del pueblo una señora saca su hamaca al fresco y llama a una vecina. En el paseo los jóvenes se miran a la cara. El olor a horno de leña adormece todo.

Pincha y escucha lo que le pasó a Manuel con una vaquilla de la Feria: Valentía frente a la vaquilla

 

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