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Peliculeros

Elena Lázaro

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El tren ha partido puntual de la estación. En el coche 3 asiento 7b viajan Rafa y media vida de Antonio. Si no media -eso sería una exageración propia de mí- sí al menos el próximo año y medio condensado en unos centenares de páginas, las del guión de su última película.

Rafa tiene más de tres horas por delante para repasar los últimos detalles de la historia. Bajará a mitad de recorrido. Viaja con el encargo de llevar el guión al último actor de reparto. Tiene dos días para convencer al eterno secundario de que acepte el papel. No lo tiene fácil. Es un papel cómico escrito para un actor que se ha empeñado en encasillarse en el drama. Antonio ha pensado en él convencido de que detrás de tanta lágrima y gesto solemne se esconde un auténtico payaso. Y probablemente será cierto porque Antonio tiene el poder de atravesar actores con la mirada y ver su alma. También puede hacerlo con los directores y los guionistas, sin despeinarse.

Antonio es un peliculero, fabrica historias para el cine español, esa entelequia amada por tantos y odiada por muchos más, aunque no es éste un asunto que le preocupe especialmente. Bastante tiene él con pensar cómo pagar las nóminas de los más de 70 profesionales que trabajarán en el rodaje que empieza en un par de días. Tampoco queda mucho espacio ni tiempo para reflexionar sobre el futuro del séptimo arte en un país que consume producciones americanas al mismo ritmo y con la misma pasión que mi tía Paqui come pipas en la puerta de su casa del pueblo. Argumentan estos piratas de la pantalla que el cine español no tiene emoción. Por lo visto, retratar con cierta ironía el drama de un pescador de Barbate no es tan emocionante como ver a un adolescente ganar un partido de baloncesto en el último minuto.

Pero a Antonio tampoco le queda demasiado tiempo para indagar en los gustos deportivos del espectador. Lo único que cabe en su cerebro esta mañana es mantener el guión en secreto hasta que empiecen las primeras promociones. Por eso ha confiado en Rafa. Claro que no ha contado con la posibilidad de que su hombre de confianza tenga un apretón nada más pasar Despeñaperros y se haya pasado media Mancha metido en el baño del tren. No fue capaz de prever que la ingesta incontrolada de coquinas de la noche anterior pudiera acabar en intoxicación y con un Rafa agonizante al que le ha costado un mundo atravesar el andén, llegar hasta el taxi, ser capaz de pronunciar la dirección de su cita y, lo peor, marcar el teléfono de Antonio para anunciarle que ha olvidado el guión en el tren.

En ese momento ha empezado la escena final, toda una suerte de llamadas, coincidencias y angustias que ha terminado con el supervisor del tren a Barcelona leyendo el guión mientras regresa a Sevilla donde le espera Antonio e imaginándose en el papel cómico del secundario perfecto. Y todo en el último minuto. Ése en el que la pelota entra y el público aplaude emocionado sintiéndose mejor persona.

Ah, no, perdón que éste es un relato a la española.

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