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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

Madrecitas, madrazas, madres

Raquel y Emma

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Hace poco, alguien se ocupó de advertirme del peligro de ejercer la maternidad exageradamente y acabar convertida en una madrecita, renunciando a tener una vida propia y dedicando todo mi tiempo a mis hijas. Quienes me conocen pueden dejar de sonreír. Saben que la posibilidad de que eso ocurra es tan remota que plantearlo puede provocar alguna carcajada. No hay, pues, motivo para la preocupación. O sí.

Por el contrario hace sólo un par de días otro alguien me felicitó por ser una madraza. Y entonces sentí verdadero terror. Imposible reírse como de la posibilidad anterior. El comentario, absolutamente bienintencionado, podía significar dos cosas, ambas igual de turbadoras. Uno: la persona que hizo semejante afirmación cree que las maravillosas mujeres en las que se han convertido mis hijas es sólo mérito mío (error absoluto). Dos: hay alguien por ahí que cree que ejerzo una maternidad cercana a la perfección, que soy una madre comprensiva, generosa y siempre acertada en mis decisiones (hijas, ahora sois vosotras las que podéis dejar de reír). En cualquiera de los dos casos, ser una madraza o parecerlo ejerce una presión aún peor que la condescendencia de la advertencia anterior.

Ni soy una madrecita ni pretendo ser una madraza. Soy una madre. Y por eso he disfrutado como lo he hecho leyendo el libro “Risas a punto de Sal” de Raquel Sastre. Un ejercicio de honestidad en el que la cómica y divulgadora murciana presenta la realidad de las familias de criaturas con trastornos del espectro autista (TEA) sin dulcificarla ni caer en la victimización. Sin ser una madrecita ni una madraza, sólo una madre, Raquel va explicando la patología a través de su propia experiencia y la de su hija pequeña Emma, afectada por un tipo de autismo derivado del síndrome Phellan McDermind y realiza un elegante, al tiempo que divertido y honesto alegato en defensa de la inclusión de la Atención Temprana -la única posibilidad de que las personas con TEA puedan desarrollar una vida mejor- en la cartera de servicios básicos de salud, es decir, que obligue a todas las administraciones sanitarias a ofertar plazas suficientes para 1 de cada 10 niños en España, que son los que acabarán necesitándola. ¡1 de cada 10! Imposible no conocer a alguna familia afectada.

La manera en la que va completando cada página, utilizando sus mejores armas: el humor y su sensibilidad, Raquel consigue lo que cualquiera que se dedique a la divulgación “mataría” por conseguir: hacer fácil lo difícil; hacer entendible lo complicado y, en su caso, hacer reconocible como propio el problema de quien lo narra. 

Imposible no empatizar con Raquel Sastre leyendo el compendio de anécdotas, a veces duras, siempre desdramatizadas a base de humor, que narra sobre su experiencia como madre. Da igual que te vean como madrecita o que te califiquen como madraza, las madres sabemos que la maternidad es ingrata y, a ratos, una verdadera putada (me disculpan pero a veces las palabrotas adjetivan mejor que cualquier vocablo). Otro asunto es que salgamos del armario y lo digamos públicamente. Y eso es lo que hace Raquel, exponerse, desnudar la dureza de realizar una tarea tan ingrata como cuidar de las criaturas, sin olvidarnos de nuestros deseos, buscando cada día el punto de equilibrio entre sus necesidades y las nuestras. 

Me detengo un momento: #ojocuidado que cuando hablo de madres hablo también de esos padres que renunciaron al modelo de paternidad distante, es decir, que ejercen una paternidad sensible y atenta a las necesidades emocionales de sus criaturas, toda vez que las materiales se dan por hecho. Son los padres maternales, los que se implican y procuran acompañar a la prole en su camino hacia la madurez, llegue cuando llegue. Un modelo de padre cada vez más reconocible, gracias a ese giro maravilloso que han dado las masculinidades.

Gracias Raquel por desarmarizarnos a todas.

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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