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Huellas

Elena Lázaro

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Sé hacer un barco de papel con el envoltorio de un chicle. Me enseñó mi amigo Rafa hace 23 años.

Puedo recitar de memoria cualquier canción compuesta por Loquillo entre 1989 y 1992. Mi muy mejor amiga Elena -como sólo lo es una amiga en plena adolescencia- hacía sonar sus discos durante horas los siete días de la semana.

Tengo la virtud de reconocer el sabor de un caramelo sugus con los ojos cerrados y la nariz tapada. Mi abuelo Juan me instruyó en plena infancia para ser capaz de detectar cualquier intento de fraude o imitación.

Conozco el secreto de pelar los plátanos por el sitio exacto para no romperlos y sujetarlos correctamente. Mi abuelo Tomás invirtió horas en revelarnos tal enigma a todos sus nietos.

Domino el arte del gazpacho gracias a las lecciones gastronómicas y trucos susurrados de mi suegra, Lucía.

Soy lo que todos los que me han rodeado han hecho de mí, aunque ya no estén.

Esta semana, una amiga me ha dicho que todos dejamos una huella. Trataba de encontrar consuelo ante la pérdida de otra mujer bella, una de esas personas que brillan.

Cuando la oí (ella no lo cree, pero yo la escucho mucho) me detuve a mirarme. Desnuda ante el espejo de la existencia encontré cada una de las mellas y cicatrices que han dejado en mí quienes me han querido y quienes no. Encendí la luz para verme bien y encontrar a los que ya no están. Vi a mi tía y su manera serena de afrontar la vida y quise rescatarla; hallé los barcos de Rafa, la música de Elena, los caramelos y postres de mis abuelos, los guisos de mi suegra y pensé en la risa de la última persona a la que he tenido que despedir para siempre. Paradojas de la vida, también llamada Elena.

Antes de apagar miré mis zapatos e imaginé que eran capaces de dejar una huella de eternidad.

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