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Apariencias de una noche de verano

Elena Lázaro

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Cada año me convenzo más de que si Shakespeare hubiera escrito la historia de

Herminia y Lisandro cinco siglos más tarde, ‘Sueño de una noche de verano’ estaría ambientada en la terraza de un restaurante de moda.

Resulta curioso observar los personajes que entran y salen de escena en los veladores de los locales nocturnos en pleno estío. Y si no es curioso, al menos a mí me entretiene sobremanera.

En la mesa más cercana, un rubio desgarbado con gafas y mirada despistada revisa punto por punto la cuenta. Es francés y no parece haber llegado a los treinta. Parece el empollón de la clase y le acompaña una chica joven, a la que coge de la mano y mira miópemente.

Junto a ellos, dos parejas comparten cena y una animada conversación. Repasan los éxitos de sus hijos y comentan lo aliviados que se sienten ahora que tienen todo el tiempo para ellos. Han vuelto a hacer cosas juntos y a salir a cenar. Ellas lucen sus mejores galas, mientras ellos parecen haberse vestido con lo primero que salió del armario.

Antes de que llegue el postre entra el último dúo de la noche. Ella luce tacones de aguja y una minifalda por la que parece estar a punto de salir kilo y medio de carne. Lleva el cabello recogido en un moño tan alto y estirado que empiezo a pensar que sus ojos no son tan rajados como parece, sino producto del tirón de pelos que le han dado para peinarla así. Él viste bermudas y polo de manga larga bien apretado para marcar músculo. Calza zapatos náuticos y ha debido gastar bote y medio de fijador para colocarse el tupé.

Entonces aparece en escena Puck travestido como camarero gay y empieza el lío.

El primero en sufrir la transformación es el macarra engominado, que se levanta para saludar al camarero con dos sonoros besos en la mejilla. Conversan durante un par de minutos y vuelve a sentarse cogiendo delicadamente la mano de su acompañante, a la que sonríe con una dulzura impropia de ese torso de gimnasio.

Cuando el camarero se acerca a la mesa de los cincuentones liberados mira extrañado el plato de uno de los señores. No ha tocado la comida, se ha limitado a repartirla de esquina a esquina como una quinceañera anoréxica. Su pareja, en cambio, ha limpiado el plato con miga de pan e insiste en probar media docena de postres, que devora con una ansiedad enfermiza.

A voces, el veinteañero francés llama la atención del garçon. Tiene prisa por pagar. Ha dejado de acariciar la mano de su acompañante, colocada desde hace rato en su bragueta. Ya no parece el listillo de clase, sino el más salido de todo el colegio.

Desde mi mesa, la terraza del restaurante aparece instalada en un bosque lleno de criaturas mágicas. Cuando estoy a punto de pagar la cuenta creo ver un hada arrastrándose bajo mis pies. La piso accidentalmente y entonces cruje como sólo lo hacen las cucarachas americanas en las noches de verano.

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