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Segundas partes

MADERO CUBERO

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Segundas partes siempre fueron mejores. El doctor Frankenstein es una luminosa, terrible y hermosa película realizada por James Whale en 1931, que dio a conocer a Boris Karloff, un actor inglés del disparatado cuerpo y de enorme talento, hasta entonces ignorado, que se elevó a causa de este filme, de la noche a la mañana, a las cumbres de las leyendas vivientes del cine. Muerto hace cuarenta y cinco años, todavía sigue en esa cumbre. En 1935, soliviantados los productores por el descomunal éxito de la película, ser rodó una segunda, La novia de Frankenstein, destinada a aprovechar la demanda creada por la primera. El resultado cumplió con creces los objetivos comerciales que la propiciaron, pero de paso colmó todavía más los resultados estrictamente cinematográficos. Si aquella era una inolvidable película, esta segunda parte rondaba inesperadamente la perfección.

La novia de Frankenstein es una obra mucho más compleja e imaginativa que la primera. Ésta padecía, dentro de su innegable altura, de cierto esquematismo, probablemente inevitable a causa de los necesarios prolegómenos didácticos del complejo asunto que exponía. Por el contrario, en La novia de Frankenstein, que da por descontado el pleno conocimiento del público de la iconografía del “monstruo”, James Whale pudo ir al grano sin mediaciones, rodeos y explicaciones de ningún tipo, circunstancia que le permitió elaborar un riguroso poema en imágenes de extraordinario acabamiento formal. El filme es redondo y expresa con mucha más precisión la estremecedora belleza del negro poema y su asombroso protagonista. 

La tragedia del patético humanoide creado por Viktor Frankenstein, esa criatura que devora a su propio creador y hasta el usurpa el nombre, es expuesta en esta obra maestra a través de una sorprendente mezcla de horror y humor, que nos permite esta vez entrar, casi sumergirnos, en el espíritu de este extraño individuo, en busca de las frágiles y contradictorias raíces de su casi inaceptable, para el hombre, humanidad.

Y el hombre, el animal llamado hombre, aparece torpemente el en horizonte de la pobre y acosada bestia, condenada a una soledad que le convierte en un hosco asesino por amor. Un asesino enamorado, sellado por una especie de estigma de espíritu, nebuloso, obtuso y dolorido, de homicida por despecho contra la especie animal que es la suya, que le creó, y que no obstante le desprecia una vez creado porque estéticamente es un remedio irrisorio de sí mismo. El negro poema de la violencia y el poder del padre se hace así negro poema de la soledad y el desvalimiento del hijo.

Ver al humano monstruo, en la prodigiosa escena del músico eremita, convertido en un delicado, apasionado e incontinente melómano, es una imagen de tal fuerza y a la par de tan estremecida ternura, que ella sola contiene a todo el desaforado mito desplegado en la primera película, pero multiplicado su efecto por la energía de la síntesis y por la desinhibición que James Whale logró ante el personaje cuando supo que éste pisaba sobre terreno seguro y que era universalmente “entendido”. Es una escena realizada con tal sutileza y transparencia, que resume el abismo de la inhumana tragedia de esta criatura humana, hecha a imagen y semejanza de nuestras pesadillas.

Contribuye a la intensidad y la gracia de La novia de Frankenstein la presencia de Elsa Lanchester, que fue esposa del mejor actor de todos los tiempos (después de Cary Grant), Charles Laughton, una actriz eminente, que casi nunca sobrepasó la barrera de los grandes secundarios, y que aquí elabora un Frankenstein femenino que no tiene desperdicio. El dúo entre monstruos que entablan Karloff y ella es una de las más adorables batallas de toda la historia del cine.

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