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Un hombre para la eternidad

Luis García

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En 1948 no hubo en Nuremberg un solo proceso. El sórdido y dramático espectáculo de la sala donde se juzgó a los supervivientes de la cúpula política del Tercer Reich, encabezados por Goering, oscureció otros juicios menores celebrados por entonces en la capital fundacional del nazismo. Uno de ellos es el que llevó al banquillo de los acusados a los jueces que, bajo el régimen de Hitler, administraron (es un decir) la justicia en Alemania. Los juzgadores, juzgados. Gran asunto para una película, y Stanley Kramer, que más que un director de sus filmes fue el productor de ellos, olió como un sabueso el éxito. Así, razonó como productor: más de dos horas de película ante un tribunal, por muy emotivo que el juicio sea, solo se soportan si los actores son capaces de inmovilizar al espectador en su butaca. Requería, por tanto, no buenos actores, sino los mejores. Y fue directamente a por ellos.

Contrató ni más ni menos que a Spencer Tracy, Burt Lancaster, Montgomery Clift, Marlene Dietrich, Judy Garland, Richard Widmark y Maximilian Schell. La palabra oro aplicada a este reparto casi sabe a hojalata. Tracy, eminente, sin par, juega con la perfección. Lancaster echa llamas en su trabajo, contenido, con final estremecedor. La gran Marlene está allí, y basta. Garland hace un alarde de gran patetismo. Schell, brillante. Widmark, magnífico. Pero los adjetivos gloriosos se acabarían, de añadir los que merece Montgomery Clift. Este singular actor merece capítulo aparte.

Cuando Stanley Kramer estudiaba con lupa el futuro reparto de ¿Vencedores o vencidos?, sólo había en sus cálculos dos nombre inamovibles, los del juez Tracy y el fiscal Clift. Kramer enroló fácilmente al sedentario y campechano Tracy, pero el más retorcido y sutil de los discípulos de Edward Lunt, el atormentado nómada, el frágil y extraño homosexual que jalonaba su tormentosa vida con borracheras sin límites e inquietantes escándalos íntimos, dueño de una sensibilidad tan delicada que rozaba lo enfermizo, el insobornable e inencontrable Monty Clift, se le escurrió de las manos.

Clift estaba en la cima de su carrera y al borde del mayor abismo de su vida. Unos años antes, un accidente de automóvil le había destrozado el rostro, que hubo de reconstruir centímetro a centímetro. Su hosco y agrio carácter se ensombreció más y lo llevó a la frontera del suicidio cotidiano. Pero, dotado de un férreo dominio de sí mismo, logró dar un violento giro a su carrera, volvió del revés su método de creación de personajes, y entre las brumas del alcohol y el Nembutal, cuando nadie daba un centavo por su carrera, realizó tres memorables interpretaciones en De repente, el último verano, Río salvaje y Vidas Rebeldes.

Kramer localizó a Clift en un escondrijo anónimo de Puerto Rico y le envió el guión, pidiéndole que se interesase por el omnipresente personaje del fiscal, por cuya interpretación le pagaría 100.000 dólares. Luego sobrevino uno de los innombrables silencios del actor, jalonado por algún recorte de periódico donde se le localizaba borracho en alguna hedionda esquina, o apaleado a la puerta de un tugurio, enmarañado en los vericuetos de la compraventa de amor oscuro. Unas semanas después Clift emergió del subsuelo e hizo ante el atónito Kramer una demencial oferta: no quería interpretar al protagonista (para ello recomendó a Richard Widmark); en cambio, le interesaba un personaje episódico, Peterson, un judío castrado por los nazis que testificaba ante el tribunal. Haría ese personaje con dos condiciones: que su escena fuera rodada en continuidad y que no se le pagara ni un solo dólar por ello.

Antes de rodar la escena, Clift pasó días mirando obsesivamente una fotografía de Franz Kafka. Una mañana entró en la peluquería del hotel Bel Air, mostró el rostro de Kafka e indicó que le cortaran el pelo así. La escena se rodó en abril de 1961, de un tirón y con varias cámaras. El resultado es un monumento del arte interpretativo. Ningún actor volvió a mostrar esa facultad de dar la sensación de encontrarse en inminente peligro, de que puede estallar o morir ante uno mismo en cualquier momento. Es ésta la mejor definición que puedo dar de esta magistral escena, llena de violencia y contención, en la que Montgomery Clift, casi inmóvil, jugando solo con su asustado y kafkiano rostro, hace un alarde de utilización sonora del silencio y consigue comunicar con sus ojos dolor, estupor, inocencia, temblor, en estado de total pureza y total desastre. En siete minutos, Clift entregó al futuro la esencia de un arte perfecto y en estado de gracia. Sólo siete minutos le bastaron para fijar un prodigio de técnica incorporada a una inspiración torrencial. Sólo siete minutos para que Clift, sin percibir un céntimo, se adueñara de la gloria del filme.

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